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Tribuna
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Darwinismo con los pies al aire

José María Ridao

Dos artículos recientes publicados en estas mismas páginas (Vamos a menos, de Juan Goytisolo, y Rebelión, pero en Praga, de José Juan González Encinar) han venido a revelar un hecho esperanzador: el de que, por fin, empiezan a escucharse voces que desean que se ponga término a la acelerada carrera hacia Liliput en la que parece haberse embarcado el país desde hace algunos años. A pesar de la ya larga tradición intelectual que acostumbraba a interpretar nuestra realidad en términos de contraste -historia frente a intrahistoria, España real frente a España oficial o, según una última versión, constitución política frente a constitución económi-ca-, parecía por momentos que existiese ahora un acuerdo general en que la España próspera de la democracia tenía que ser, por fuerza, la España banal, frívola y de mal gusto con la que los ciudadanos se ven condenados a convivir, hora tras hora y jornada tras jornada, con tan sólo encender el televisor o abrir algunos libros o periódicos.

Daba la impresión de que hasta este instante nadie con suficiente autoridad percibía, y si lo percibía callaba, el creciente contraste, la clamorosa y flagrante contradicción, entre una celebrada condición de europeos modernos y satisfechos y la cada vez más abierta y descarada recuperación de una estética pública de rancio e inquietante casticismo.

La merecida crítica de Goytisolo al mundo de la cultura, en la que ponía de manifiesto la pervivencia de unos hábitos que, lejos de fomentar la superación y la excelencia, invitan a regodearse en lo que hay, conduce una vez más a la constatación de que una de las grandes tareas que el proyecto político del 78 no ha abordado todavía es la de releer el pasado -político, artístico, litera-rio- con nuevos ojos, a fin de afianzar criterios para el presente. La despreocupación e inconsistencia que desde el final del franquismo fueron ganando terreno a la creación y reflexión rigurosas han dejado como herencia una nueva paradoja, un nuevo y quizá inadvertido contraste. A falta de esa visión propia sobre las figuras y acontecimientos que la precedieron, la España constitucional ha terminado por proclamar como sus inspiradores o adelantados a políticos, filósofos y escritores que en su día no sólo estuvieron lejos de defender con claridad los valores de tolerancia o democracia, sino que muchas veces suministraron análisis y argumentos a quienes más directamente los combatieron. Y, de igual manera, la ausencia de estudio y conocimiento de modelos estéticos vigentes con anterioridad, o en otras culturas y latitudes, constituye el caldo de cultivo en el que ha prosperado la arbitrariedad de buena parte de la crítica artística y literaria, tan huérfana de criterios como la propia creación.

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Desde esta perspectiva, la tromba de centenarios y efemérides desencadenada a raíz del ya lejano Encuentro de dos mundos, a lo que parece imparable, ha tenido más efectos de los que tal vez han podido nunca imaginar sus sucesivos organizadores. Si para éstos la principal virtud de tanta celebración ha residido en su dimensión mediática y, más en concreto, en las oportunidades de lucimiento que ha ofrecido al poder político, el rosario anual de conmemoraciones ha resultado doblemente devastador para la forja de la cultura de nuestra democracia. Por una parte, ha permitido el reciclaje de los mitos históricos del franquismo y su consiguiente readopción por la España constitucional, mediante el simple expediente de limarles las aristas más afiladas y, a continuación, proclamar su condición de 'normales' en el contexto europeo. Por otra, ha contribuido a hacer más espeso el silencio y la desatención que pesaban ya sobre otros políticos, otros filósofos y otros escritores que, éstos sí, defendieron valores similares a los de nuestro actual régimen de libertades, y que, precisamente por defenderlos, fueron mal interpretados para reivindicar sus méritos pero despojándolos de cualquier carga subversiva. Basta recordar el tratamiento recibido desde el actual poder político por Cánovas y por Azaña para comprender cómo funciona el combinado de 'normalidad' y malinterpretación interesada a la hora de planificar honras y conmemoraciones.

Junto a la de Goytisolo, la reflexión de González Encinar acerca de la insoportable manipulación de los medios públicos de comunicación, así como de la resignación ciudadana ante ella, permite medir el grado de jibarización que, también en este terreno, está alcanzando el país. El problema, con todo, no se circunscribe al ámbito de la información política o, en general, de los servicios informativos, en cuyas noticias y explicaciones -y coincidiendo con lo que señalaba Goytisolo al referirse a los juicios literarios- tampoco creen ni quienes las dictan, ni quienes las elaboran, ni finalmente quienes las reciben. El problema reside además en que los atentados diarios a la imparcialidad y al rigor se recubren con unos modos periodísticos, con una puesta en escena que pertenece, literalmente, a la España de charanga y pandereta. Nunca desde la desaparición de El Caso los sucesos habían ocupado tanto espacio en un medio informativo como en los telediarios de las cadenas públicas; nunca desde aquellos Primero de Mayo del franquismo, el fútbol, los toros, los concursos, las fórmulas de humor zafio entreverado con tonadillas de verbena habían estado tan presentes en las pantallas como en cualquier día laborable de un mes cualquiera; nunca el debate realizado entre responsables políticos, y no entre contertulios peor o mejor informados, ha estado como ahora tan ausente en la televisión y la radio estatales, pudiendo y debiendo no estarlo. Da la impresión de que la saludable desconfianza hacia cualquier pedagogía para adultos realizada desde los poderes públicos hubiera hecho perder de vista que la continua exaltación del morbo y del mal gusto es también una pedagogía o, por mejor decir, una antipedagogía, un llamamiento al adormecimiento y la modorra, impropio de un régimen democrático.

En cualquier caso, es probable que la gravedad del panorama descrito por Goytisolo y González Encinar no se comprenda cabalmente si no se repara en una última constatación: la de que, como la cultura y los medios de comunicación, también la acción y el discurso políticos han emprendido en estos tiempos su propio viaje hacia el país de lo mínimo. De este modo, se ha llegado a considerar como práctica común el que un gobierno no cese de cantar con impudor sus propias alabanzas, apuntando en su haber cuantos éxitos ponga en su mano el azar, la coyuntura internacional o el esfuerzo colectivo—¿alguien sabría enunciar cinco medidas económicas del actual gabinete que expliquen la bonanza económica vivida?—, mientras, al mismo tiempo, responsabiliza de cuanto le sale a torcidas a los gobiernos anteriores, a los nacionalistas, a las comunidades autónomas, a Bruselas o a quien sea preciso.

Cuando hoy se generaliza la sorpresa ante el hecho de que una ministra utilice la tribuna pública para explicar recetas de caldo, habría que recordar que este esperpento hunde sus raíces algunos años atrás, cuando, luego de su primera entrevista con el presidente Chirac, el flamante jefe del Gobierno español consideró noticia digna de ser compartida en la rueda de prensa posterior al encuentro el hecho de haber comparecido en el Elíseo con un enjundioso jamón de bellota como regalo.

Lo más revelador de la anécdota no es tanto que demuestre la consistente devaluación del lenguaje político llevada a cabo desde entonces por el propio poder conservador, y jalonada por hitos tan memorables como el baile de Macarena o tantas chanzas desafortunadas realizadas en comparecencias públicas, a solas o en compañía de primeros ministros extranjeros. Lo más revelador reside, por el contrario, en que este tono y estas formas, tan alejados del más mínimo sentido institucional, mantienen una perfecta coherencia, una fiel y estricta sintonía con lo que está sucediendo en otras áreas del país como las que analizaban Goytisolo y González Encinar.

Sus voces han sido de las primeras en alzarse para exigir un cambio de rumbo, para recordar que ni la cultura, ni los medios de comunicación, ni, por supuesto, la acción y el discurso políticos deben persistir en una trayectoria que conduce inexorablemente al triunfo de uno de los rasgos más abominables del populismo: a la selección negativa, al darwinismo con los pies al aire. A fuerza de tratar a los ciudadanos con el rasero de los menos exigentes y preparados, quienes tratan de realizar su labor desde el compromiso y el rigor se van viendo condenados a una creciente soledad, desde la que ni entienden ni participan de los gustos y preocupaciones de sus compatriotas ni, en contrapartida, un número creciente de sus compatriotas, aturdidos por la estupidez impuesta, alcanzan a entender las razones de su apartamiento.

Si en otras ocasiones las interpretaciones de nuestra realidad en términos de contraste —historia frente a intrahistoria, España real frente a España oficial, constitución política frente a constitución económica— se apoyaron en circunstancias difícilmente modificables como el atraso económico o la dictadura, hoy no existe ninguna razón, ninguna circunstancia, que nos obligue a seguir ahondando el foso abierto entre la vocación europea de España y el rancio e inquietante casticismo que se está imponiendo en todos los órdenes.

José María Ridao es diplomático.José María Ridao es diplomático.

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