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Columna
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El tambor

Esta es la fiesta más bonita del mundo, le oí decir a Martín Berasategui por la fiesta tamborrera de San Sebastián. De entrada, les advierto de que no soy nada festivo, que me agobian las multitudes y que mi mejor fiesta es la que celebro con unos cuantos amigos en pleno silencio del mundo, más y mejor cuando los celebrantes nos reducimos a dos. Esa sí es la fiesta más bonita del mundo, y les juro que nunca he echado de menos ningún tambor. Miento, en cierta ocasión en que el mundo éramos dos y el silencio, le di cuerda a un muñeco que tocaba el tambor, viejo resto de mi infancia. No sé si lo hice para remontar el tiempo perdido o para hacerle un corte de mangas al pasado, pero la experiencia fue muy sugerente. Quizá lo fue porque en aquel redoble me sentí testigo de mí mismo, mi yo niño y mi yo adulto hechos uno al fin sin solución de continuidad o c´est la mer allée avec le soleil. O tal vez fuera un efecto de la ironía, el redoble circense que anuncia una proeza, pura prosa para que el mar se fuera en efecto con el sol y no lo pareciera. Fuese como fuese, es la única vez que he echado mano del tambor para la fiesta.

Pero el caso es que en la fiesta donostiarra se tocó mucho el tambor. Era de lo que se trataba: de tocar el tambor para bajar la comida. Y de estar guapos, pues no es lo mismo tocar el tambor hechos unos zarrapastrosos que con esos uniformes que favorecen tanto. A Donosti le gusta estar guapa, y ese día suele estar hecha un bellezón. En cualquier esquina se puede topar uno con soldados y soldadas llenos de chorreras que dan brillo a los ojos. Para qué disimularlo. Somos algo frívolos y nos gusta el disfraz, una pequeña burbuja en medio de la discreción vasca, un humor. Pero la corrección política nos está devorando los huesos, y ya nos da un poco de vergüenza manifestar abiertamente lo que somos. No tienen más que ver cómo sacamos a pasear el espantajo de la tradición para justificar lo que no necesita justificarse. Nos gusta comer bien, estar guapos y tocar el tambor simplemente porque nos gusta, y no por respetar ninguna tradición. Si reconociéramos esa evidencia, comeríamos aún mejor, estaríamos todavía más guapos y tocaríamos hasta el fagot.

Ocurre, si embargo, que nuestro alcalde Odón debió de atentar contra alguna tradición, y unos le han pitado. Dicen que con ello ha restado vistosidad a la fiesta. ¿Notaron ustedes esa sustracción? Les aseguro que yo no. Ningún palacio es el mundo, ni tampoco los salones municipales son Donostia. Sinceramente, yo vi a la gente igual de guapa, igual de comida e igual de tamborrera que siempre. Y no percibí a ninguna tradición arrastrándose miope por el suelo en busca del botón que le habían arrancado. O sea que nada de pérdidas. Claro que otra cosa es lo que les pudo ocurrir a los políticos: que si no pudieron estar en el balcón, que si se suspendió no sé que cena oficial, que si Odón es una reinona, etc. Vaya, que la tradición son ellos. Y como igualan tradición y fiesta, pues la fiesta también deben de ser ellos. De ahí, quizá, que hayan hecho del festejeo inacabable un tema tan trascendental, un tema político: la evidencia del cortijo, ergo, su razón de ser, la de algunos políticos quiero decir. La tradición c´est tout, y nosotros su voz. Ese es su argumento principal para asentar sus posaderas en el Gobierno. Y por eso les debe de interesar más la fiesta que, por ejemplo, el sufrimiento de la gente.

Érgolis, si ellos politizan con la tradición no veo por qué don Odón no puede hacer lo mismo con motivos más nobles. Por supuesto que a los nacionalistas protestantes nunca les va a pillar el toro, de ahí que les parezca una minucia que haya gente que sólo pueda tocar el tambor encerradita en su cuarto por no ver su careto en una diana en el corazón de la fiesta, como Fernando Savater por ejemplo. ¡Qué tontería, comparada con el agravio de no salir al balcón como si les esperara la tuna! De ahí también que puedan decir que la fiesta no debe estar exenta de manifestaciones políticas. El alcalde Odón desconsoló alguna panza y frustró el hábito balconero de algún corazón enamorado por solidaridad con el malestar ciudadano. Pero supongamos que, en realidad, fuera un gesto político. Si fiesta y política no deben excluirse, ¿de qué se quejan? ¿No será acaso que quieren convertir el tambor festivo en tambor de milicia? ¡Ay la tradición!

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