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Columna
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Polvo eres

M. estaba muy contento y agradecido a ese trozo de metal que llevaba encima como si fuera un amuleto desde que, estando en un campo de concentración serbio a la espera de una horrenda mutilación, una explosión mató a su verdugo con la esquirla oscura. Desde entonces la llevaba encima.

Conoció después a unos soldados de la ONU que eran como él: no muy altos, morenos y divertidos. Congenió rápidamente con uno, sevillano, que le dio su dirección, 'por si pasas un día por allí', le dijo sin saber que M. se lo iba a tomar muy en serio. Cruzando el Bósforo hizo todo el periplo mediterráneo oriental hasta llegar a Tánger trabajando en lo que podía. Huido de la guerra. Ahorró hasta el último céntimo, pudo pagar un viaje en patera que, después de cuatro días de incertidumbre, frío y miedo le depositó en las playas cercanas a su primer destino: El Ejido. Tuvo la suerte de no topar con la Guardia Civil y M. con su amuleto, consiguió llegar a los invernaderos. Allí fue contratado como especialista en fertilizar los cultivos a base de unos polvos que manejaba a mano. Le dieron alojamiento, privilegio de no ser moro, en la misma caseta donde guardaban los sacos del producto amarillo por sólo 2.000 pesetas diarias, la mitad de su salario. Pero él estaba contento a pesar de la tos -un catarro, dijo el señor Rafael, dueño de todo- y las llagas cada vez más grandes que le habían salido en el muslo y la cabeza. Estos eran los lugares donde por el día, en el bolsillo, y por las noches, bajo la almohada, guardaba el fragmento metálico al que atribuía poderes poco menos que mágicos.

Si, era un hombre con suerte, aunque cada día se sentía más débil y se lo comentó a la patrona, esposa de Rafael. Ella, apiadándose del inmigrante, le dio una cacerola grande con un revoltijo de huesos; 'ten, M. -dijo con un extraña sonrisa- esto es una receta de la ministra y si ella lo recomienda, a la fuerza tiene que ser bueno'. Obediente, se bebió el líquido entre fumigación y fumigación creyendo sentirse mejor del enfriamiento cogido en la patera sin olvidar los benéficos efluvios de la metralla. Por eso decidió ir a ver al soldado sevillano.

Tomando sus escasos ahorros montó en un autobús y se plantó, enteco y medio tísico, en la dirección escrita con letra casi infantil de su amigo. Llamó a la puerta y una mujer le preguntó, desabrida, que cuanto quería de caballo. No supo responder más que el nombre de su amigo. 'La palmó de un cáncer de sangre', contestó la bruja.

Triste y agotado quiso M. volver a su caseta de los polvos amarillos en Almería. Sólo pudo llegar hasta el Campo de Gibraltar.

Se dirigió a la playa como pudo y se sentó en la arena contento de estar vivo, acariciando el benéfico trozo de uranio empobrecido. Sonrió al soltar un eructo que sabía a caldo de la señora Carmen y murió, ictérico y flaco con la imagen del submarino inglés, oscuro y estilizado, que veía desde lejos, en la retina.

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No hubo que enterrarle; un soplo de Levante esparció sus cenizas respetuosas y espontáneas. Como dijo Don Federico: 'Solo es un polvillo'.

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