Juventud y ganadería
Las aldeas y las pequeñas villas están siendo abandonadas. La juventud parte hacia las grandes ciudades para seguir los estudios universitarios y crear allí sus nuevos hogares y los viejos quedan como los últimos guardianes de unas tradiciones centenarias.
Escribo esta carta por mi hermana Leyre y mi cuñado Sabas, una joven pareja que se ha arriesgado a vivir una vida diferente en pos de un sueño tan duro como idealizado: quieren dedicarse a la ganadería y para ello no han recibido sino más que migajas de las ayudas estatales frente a todos los gastos que han tenido que hacer frente para poder poner en marcha su explotación ganadera. Si hubieran esperado a recibir la ayuda prometida de su comunidad, ahora estarían sentados delante del televisor sin trabajar. Si no hubiese sido por la familia, por los apoyos monetarios de sus padres, este proyecto nunca hubiera cuajado.
A veces pienso que los gobiernos prometen aquello que no están dispuestos a cumplir. ¿De dónde pretende el Estado que jóvenes parejas saquen sus explotaciones adelante?
Han aceptado los riesgos de una naturaleza que es esquiva; a veces el ganado se enferma, llueve demasiado, hace demasiado calor o demasiado frío para que brote la hierba de los pastos. A veces, por desgracia, un problema del cual ellos no son responsables les afecta hasta tal punto de que sus explotaciones ganaderas puedan quebrar (como sucede con el mal de las vacas locas).
El campo, la agricultura y la ganadería van mal, y todo por no ofrecer a la juventud, a estos hombres y mujeres, la oportunidad de demostrarlo con su trabajo. A todos ellos dedico estas sencillas líneas para que se les escuche pronto.
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