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Columna
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Posiciones relativas

Las opiniones más juiciosas acerca del sempiterno conflicto vasco hacen referencia a la pérdida de ciertos valores morales, o al menos a su alarmante confusión. A uno se le escapa por qué una visión nacionalista radical (radical hasta el punto de considerarse vasco con la misma naturalidad con que un ciudadano de Segovia se considera español) pasa ineludiblemente por la aceptación de la violencia como herramienta política.

Uno no entiende qué extraña vehemencia desencadena semejante confusión. Si la ideología que se predica está lo suficientemente bien armada, no se entiende por qué hace falta armarse de otra cosa. Ese permanente recurso a la violencia puede que diga mucho sobre la radicalidad política de quien la esgrime, pero desde luego dice mucho más sobre la radical dureza de su cráneo.

El argumento a la contra sugiere que no todas las ideas pueden materializarse en el actual marco político, pero este argumento tampoco refuerza a la violencia. En política uno nunca ha sido especialmente optimista, pero parece inconcebible que el sistema constitucional llegara a ignorar una abrumadora mayoría nacionalista. Si una aplastante mayoría estuviera de acuerdo en eso, no habría constitución que se pusiera por delante: habría quebrado por principio el pacto estatutario y resistirse a la evidencia llevaría directamente al fascismo. Esa concluyente mayoría, sin embargo, está muy lejos de verse consolidada; aún hay oportunidad de convencer a una buena porción de vascos por medio de la palabra: estamos en tierra de misión.

El desdoblamiento entre ética y política que padecen tantos radicales alcanza un grado esquizofrénico. Tercos militantes de la izquierda abertzale claman contra la violencia doméstica pero callan ante las tropelías de sus violentos comandos. Les inquietan los terremotos en Centroamérica o la suerte de los desabastecidos niños iraquíes, pero nada hay que objetar a bombas malogradas que hubieran convertido el campus de Leioa en un dantesco cementerio. Las reglas infernales del comercio internacional les soliviantan (una forma de violencia, tantas veces se dice) pero el tiro en la nuca les deja más bien fríos, como si en su agudo concepto de justicia apenas quedara espacio para esas fruslerías.

El relativismo moral de la modernidad nos ha proporcionado la imposible manía de configurar una ética a la carta. Todos tenemos un excelente concepto de nosotros mismos, lo que ocurre es que nuestra particular sensibilidad pone el acento en determinados problemas. Nos preocupan ciertos atropellos, pero asistimos sin alarma al diario ejercicio de otras indignidades.

En cierto modo, el País Vasco se ha convertido en una experiencia piloto para la humanidad contemporánea, y la izquierda abertzale, mal que nos pese, en la avanzadilla de los atrabiliarios criterios morales del futuro: cada uno elige sus inquietudes, cada uno sus propios temas de denuncia, y si alguien levanta un dedo para defender otros principios enseguida se le acusa de conducta hipócrita, de lo mal que lo hacen los otros, de la incoherencia del discurso, como si hubiera alguna ciencia llamada Perfidia Comparada, en virtud de la cual señalar la imperfección ajena sirve para minimizar la porción de atrocidad que uno defiende.

Cada vez que el tiro en la nuca se justifica bajo la excusa de lo remotas que quedan ciertas cárceles uno no sabe qué vara de medir se ha utilizado: los muertos, al fin y al cabo, están a muchos más kilómetros de aquí. Y la política penitenciaria, por cierto, es discutible, ampliamente discutible, bastante más discutible, por ejemplo, que la intrínseca maldad de un asesinato.

Lo peor es que esa confusión moral queda ilustrada por los recientes resultados de una encuesta del Gobierno vasco: para un 87,8% de la juventud del paisito, el terrorismo era un gravísimo problema. Nada que objetar si no fuera por un dato adyacente: que para un 91,9% lo era el maltrato a los animales. Pienso en un águila ratonera y en un niño de tres años. Pienso en un cormorán del Golfo Pérsico y en un iraquí sin asistencia médica. Pienso en un murciélago y en un concejal de pueblo con dos hijos. Extraños elementos de contrapeso. Debemos de estar confundidísimos.

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