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Russafa, escaparate del mestizaje

Un barrio de Valencia atrae en los últimos años a gentes de todas partes, con sus problemas y sus esperanzas

Sun Yi tiene casi cuatro años. Su madre es china, su padre turco, el abuelo paterno fue un emigrante subsahariano adelantado a su tiempo que, enrolado en barcos de diferentes nacionalidades, recorrió medio mundo para finalmente echar amarras en Turquía, donde murió hace doce años. Sun Yi es el retrato del barrio de Russafa, en Valencia, especialmente en la zona que se extiende desde el Mercado hasta la calle de Filipinas.

Los establecimientos, cuentan los que llevan aquí más de 20 años, han pasado de ser colmados al uso o zapaterías, a carnicerías que sólo venden animales sacrificados siguiendo la costumbre musulmana, almacenes donde se amontona ropa de importación made in China a muy bajo precio junto a flores de plástico y teteras varias para los diferentes ritos del té y otras hierbas, según marcan las tradiciones asiáticas o norteafricanas.

El horno artesano tiene entre sus variedades dulces típicos de Marruecos, Argelia y Túnez

Las calles de Cuba, Sueca, Buenos Aires o Dènia, en su cara vista, muestran carteles en diferentes idiomas que identifican los comercios. En la misma acera se encuentran establecimientos de importación cuyos productos proceden de China, Taiwan o Corea, especialistas en calzado al puro estilo country, peluquerías con los enseres necesarios para tratar el pelo de los hombres de raza negra -para quienes no sirve una tijera de las corrientes- y una cadena de supermercados que ante la singularidad de la clientela tiene que optar, antes de la educación hacia el euro, por introducir algunos tipos de tisana y alimentos secos propios de otros países.

En la misma zona conviven al menos tres mezquitas, una iglesia evangelista y la Parroquia de San Francisco de Borja. Los conductores de autobuses municipales hacen esfuerzos por entender a los extranjeros que ya casi son mayoría entre los pasajeros. Pero esa Babel instalada en Russafa, cuyo mismo topónimo revela el origen árabe de su remoto origen como jardín antes de la conquista de Jaume I, tiene también una cara oculta. En muchos de los comercios de importación -cuya exposición de artículos no se rige por la estética sino por el aprovechamiento del espacio- se escuchan máquinas de coser a cualquier hora en los trasteros. Algunos viejos bares están cerrados desde hace dos o tres años, papel de embalar oculta el interior cuando se levantan las persianas y de dentro se sacan montones de colchas, sábanas y toallas que a veces cargan en furgonetas menores de corta edad. En más de un restaurante chino, que también han proliferado en la zona, se ajustan cuentas de malas maneras. A partir de las ocho de la tarde es difícil encontrar mujeres, que no sean hispanoamericanas o españolas, por la calle. Los hombres, fundamentalmente de la colonia magrebí, toman las calles, sobre todo el cruce de la calle Cuba con las de Puerto Rico y Dénia.

Esas reuniones, que se alargan hasta bien entrada la madrugada y en la que muchos sacan las sillas a la calle porque los bancos se quedan cortos para tanta concurrencia, no siempre se disuelven sin más. Policía Local y Policía Nacional vigilan porque los altercados han dejado mal parado a más de uno y porque se sabe que el trapicheo es la fuente de ingresos para un importante colectivo del que no se conoce oficio ni beneficio.

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Los locutorios, otro de los negocios que más ha prosperado, sirven de refugio en algún caso para intercambios que están fuera de la ley. Además, más de uno está siendo investigado porque anuncia y realiza envíos de grandes sumas de dinero a los países de origen de los emigrantes y a cuentas centroeuropeas. A muchos de los que entran y salen muy habitualmente de los locutorios se les ve también en los locales que figuran como after hours y en los que la prostitución, la explotación de mujeres y el tráfico de estupefacientes está a la orden del día.

Fuentes policiales y vecinales aseguran que hasta ahora la convivencia alcanza unos límites más que aceptables. Salvo tirones o atracos de poca importancia, los de esa parte de Russafa hacen gala de la mezcla, aunque se haya perdido el aire bohemio que compartía con la otra parte del barrio. Las asociaciones de vecinos trabajan en proyectos de integración y reconocen la labor de varias organizaciones no gubernamentales que se ocupan de atender a las familias más necesitadas, a los que han ocupado clandestinamente edificios ruinosos -sobre todo gitanos y rumanos que practican la mendicidad en otros barrios de Valencia- y toxicómanos.

Amparo T. L. es propietaria de varios pisos en esa parte de Russafa. 'Siempre los he tenido alquilados porque ya me marché de aquí hace ya diez años. Nunca había tenido problemas. Desde hace dos años he decidido cerrarlos. La última vez, una familia china que eran doce me alquiló un pisito de dos habitaciones. No sé como lo hacían para caber todos. El caso es que la casa se quemó porque dejaron una vela encendida. No pude encontrarles nunca más y reparar los daños costó casi un millón y medio de pesetas. Nunca más'.

Carlos y Ana, en cambio, trabajan haciendo marionetas artesanas. 'Nos gusta el color del barrio, no parece de Valencia. Hay gente de todas partes. Y aunque es verdad que a veces hay peleas y que los que vivimos aquí sabemos que entre las comunidades extranjeras hay unos que explotan a otros, que viven de la prostitución o del trapicheo, son una minoría. Para nosotros es mucho más enriquecedora esta mezcla. Encuentras gente muy interesante, que ha pasado auténticos calvarios, que tiene muchas inquietudes y que se propone absorber lo propio de esta ciudad sin perder sus orígenes. Por suerte no todo es paella y fallas, también se come cuscús y se pueden aprender danzas casi tribales'.

El caso es que más allá de menús más variados, en muchas de las tiendas se comprueba cómo la realidad ha forzado algunas cosas. El horno artesano tienen entre sus variedades dulces típicos de Marruecos, Argelia y Túnez. Hay almacenes donde el horario de cierre, las indicaciones de pago y las ofertas aparecen en castellano, árabe y chino. Mientras en las tiendas asiáticas es imposible tener información sobre la conservación, modo de empleo o caducidad de lo que se ofrece, en algunos ultramarinos se han visto obligados a introducir una traducción básica. 'Es mejor que pongas cuatro cosas que ellos entiendan a que te pregunten porque a mí ya me cuesta hablar valenciano como para captar algo. Y además son muy agradecidos con ese poquito esfuerzo', explica Isabel R.D. dueña de una tienda que ha sobrevivo al envite de la presencia extranjera. 'Llevo 25 años en Valencia y cuando llegué me costó mucho adaptarme. Creo que si todos ponemos un poco de nuestra parte esto puede ser muy interesante. Mi marido dice que soy muy rara pero a mí me gusta salir a la calle y ver gente diferente, como si esto fuera Londres, ¿no?'.

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