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VISTO / OÍDO
Columna
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Beligerancia

Beligerancia. No creo que se pueda despedir a un periodista porque no es beligerante. No he visto el reportaje vasco que dio la televisión de Madrid: escribo sobre las palabras con que se ha explicado una destitución fulminante del director de la emisora por el presidente Gallardón. Que es de la 'derecha civilizada' (si existe semejante absurdo). Las aberraciones son graves. Una es el poder de Gobierno y partido sobre líneas privadas y la conversión del jefe en empresario: no censura, pero despide. Un empresario, un director, tienen derecho a no publicar, pero dentro de las normas de información de esta profesión y sus libros de estilo. Un presidente de Gobierno, o sus delegados, cuando se convierten en empresarios, están censurando. La emisora pública está en España sin defender, sin neutralizar. La otra aberración es la del antiterrorismo como fe política que repite los horrores del anticomunismo, y la caza de brujas (véase Abajo el telón, de Tim Robbins). Cualquier investigación es sospechosa si no está convenientemente adjetivada en contra, cualquier apartamiento de la línea Aznar-Zapatero, cualquier comentario del pacto, entra también en aquello que hay que reprimir. El que quiere ir por otras vías políticas está obligado a recargar sus frases de los términos de asesinos, criminales, fanáticos o locos para curarse en salud: son obviedades, no debían ya ni citarse porque pertenecen al cuadro de la situación. El que quiera entender unas mentalidades que, desgraciadamente, se han repetido mucho en España -en las épocas de los pistolerismos- y en el mundo, sea en Argelia o en Irlanda, será llamado neutralista, y acusado en el acto de homologar, cuando la ley de la beligerancia impide ecualizar demócratas con terroristas. El que quiera diálogo nunca será uno que pretende que se detenga la matanza que no se ha conseguido parar por ningún medio, y acabar con una situación que no sólo está matando sino envenenado España; será un cobarde, alguien que cede al chantaje, quizá un traidor. El pacifismo lo condenan las dos partes en lucha -por favor ¡no homologo!- y hasta muerto se le maltrata, como a Lluch: no le valió ni el supremo acto de ser asesinado, y el Gobierno y su partido ni siquiera han aceptado un homenaje para él. El despido de un director de televisión que creía que la suya era más abierta que las otras, y su jefe más inteligente, es un drama colectivo para esta profesión.

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