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Columna
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Los ganaderos

Llegaron a Mercamadrid para bloquear los mataderos. Amenazaban con desabastecer los mercados y con formar piquetes, de modo que era fácil intuir lo que vendría a continuación: en el mejor caso, las columnas de huelguistas y las asambleas tumultuosas y las negociaciones; en el peor, el asalto de los mercados, la caza de los esquiroles, las amenazas a los comerciantes díscolos, las furgonetas y los camiones bloqueados, el derribo de los puestos, la carne tirada por el suelo, pisoteada.

Llegaron a Mercamadrid los ganaderos porque la crisis de las vacas locas amenaza con arruinarlos; porque la gente, asustada por precedentes tan dolorosos como el del aceite de colza, ha dejado de comprar sus productos; porque nadie les aclara qué se va a hacer para compensarlos por sus pérdidas, y porque están hartos de que la única solución que les ofrece el Gobierno sea enviar al señor Cañete a comerse un solomillo detrás de otro a cualquier feria o convención; pobre hombre, dentro de poco no va a caber por la puerta del palacio de la Moncloa y, una de dos, o lo destituyen o van a tener que celebrar los Consejos de Ministros en una carpa.

Llegaron a Mercamadrid los ganaderos, llenos de indignación y de razones indiscutibles, clamando por los perjuicios que les causa la carne envenenada de sus reses, por la lentitud, ineficacia e imprevisión de nuestros políticos. Y uno no tenía más remedio que darles parcialmente la razón, que comprender algunas de sus quejas. ¿Sólo eso? ¿Sólo tienen razón parcialmente? ¿Sólo son comprensibles algunas de sus quejas?

España es, en algunos sentidos, un país extraño, difícil de leer. La práctica totalidad de nuestros representantes políticos actúa y se expresa con una cobardía, una demagogia y un oportunismo tan radicales que resulta muy difícil verlos enfrentar un problema con seriedad, con confianza en sus propias decisiones, con energía. No se trata, casi nunca, de ir al fondo de los problemas, sino de embrollarlos hasta conseguir que sean incomprensibles, de tomar determinaciones que no conlleven ningún riesgo, ningún desgaste de imagen, que contenten a muchos, que no resten votos en la siguiente elección o en la próxima encuesta, que no sean impopulares ni se puedan convertir en armas en manos de la oposición. Partiendo de todo eso, un montón de caraduras pueden estar absolutamente tranquilos: nadie va a desenmascararlos, nadie va a ir a por ellos. Nadie va a coger por los cuernos el toro de la prostitución, de la droga o del paro fraudulento, no vaya a ser que le cueste el cargo.

Todo lo anterior vale para ser aplicado al problema de las vacas locas y para poner en su sitio a algunos de los ganaderos que llegaban a Mercamadrid en pie de guerra, para lanzar acusaciones y exigir ayudas. Parece indiscutible que los controles sanitarios han sido defectuosos y que la dejadez de algunos políticos, cuando no su falta de escrúpulos, ha sido lamentable: indigna pensar en las zanjas llenas de vacas insepultas de Fraga o en los presuntos negocios oscuros del director general de Ganadería, cuya familia, según la cadena SER, gestiona una explotación de porcino y una fábrica de piensos con harinas de origen animal y cuya esposa, según EL PAÍS y El Mundo, estuvo involucrada en el viscoso tema de las subvenciones a la siembra de lino. Eso es lo que dicen los medios de comunicación, lo que leemos y oímos los ciudadanos. Pero, ¿y los ganaderos? ¿Son los ganaderos las víctimas inocentes de todo este asunto? Muchas personas creen que no, piensan que algunos de esos ganaderos son tan culpables como el que más; que llevan años actuando con una impresentable falta de respeto por los consumidores; que inflan, pervierten y manipulan la carne que comemos con un desprecio absoluto por nuestra salud y con una inmunidad canalla; que tienen encerradas a sus reses, atadas con cadenas, privadas de ejercicio, comida apropiada y aire libre; que su avaricia y su irresponsabilidad se han unido de forma dramática y nada de esto hubiera pasado si algunos no hubiesen convertido a unos animales herbívoros en caníbales, si no les hubiesen atiborrado de productos rentables y nocivos, de piensos hechos con los despojos de otras reses, en algunos casos enfermas.

Los ganaderos llegaron a Mercamadrid y nadie les dijo eso.

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