Por un catalanismo barroco
A lo largo de buena parte de este siglo, el catalanismo cultural ha vivido y ha promovido una imagen digamos clásica del país. Cataluña se ha visto ella misma en el espejo como una especie de Suiza mediterránea, de Holanda del sur, reencarnación de los antiguos griegos que danzaban danzas solares en círculo, vestidos de blanco. En la típica distinción entre clásicos y románticos, el modelo de la cultura y de la vida colectiva ha sido el que dibujaba el noucentisme y su herencia, pesada por exclusiva. Es decir, clasistizante, obsesionada por el sentido de la medida, por la pulcritud. Un modelo cultural en el que siempre se ha preferido la inteligencia que la sentimentalidad, la ironía sobre el sentido trágico de la vida, la economía expresiva que el exceso o el peligro del exceso. A menudo, la vocación europea se ha confundido con la adopción de una especie de modelo nórdico, civilizado, preciso, en perjuicio de los componentes más románticos, o si se prefiere barrocos. Incluso entre las diferentes formas de la mediterraneidad, la cultura catalana ha preferido los que evocan una imagen de sosiego, de mesura, de orden. Siempre se ha preferido lo septentrional a lo meridional, el norte al sur.
¿'Noucentisme' o modernismo? ¿Sardanas o 'castellers'? Lo uno y lo otro. Nuestra cultura tiene tanto de nórdico como de meridional, aunque esto último se olvide con frecuencia
Esta concepción cultural ha protagonizado la vida catalana del siglo, le ha dado grandes éxitos y ha llegado a teñir incluso formas culturales que no nacen en el marco estricto del noucentisme. Es un modelo cultural en el que la poesía ha sido preferida a la novela, en la que el dietarismo, el memorialismo o la autobiografía se han aceptado sólo cuando estaban libres de la contaminación de lo sentimental o de lo impúdicamente personal. Es un modelo esteticista, preocupado por la forma, pero que exige que esta forma sea mesurada, económica, estricta, sin exceso. De esta matriz cultural ha salido desde el diseño más novedoso y de buen gusto hasta cierta literatura minimalista, pasando por expresiones de todo tipo de la cultura musical, de la cultura popular, de una parte de la cultura teatral.
Y, sin embargo, Cataluña no es así. Mejor dicho, no es sólo así. Existe un componente cultural de este tipo, mesurado, noucentista, clásico. Pero el país es también barroco, mediterráneo, meridional. Y lo es por él mismo, sin que la meridionalidad sea necesariamente una influencia de lo hispánico, una forma de homogeneización en los modelos españoles. Puede ser un país barroco, siendo él mismo. Sobre todo el sur del país, y todavía más el sur del ámbito lingüístico catalán. Y aún más: a menudo algunos de los grandes éxitos de la cultura catalana se han producido en modelos de matriz más barroca que noucentista, en modelos que hacen suyos algunos de los valores barrocos, contrarios a los valores hegemónicos de esta especie de tardo-noucentisme. En un cierto sentido, el éxito popular y mediático de los castellers es el de una manifestación de la cultura popular extremadamente barroca, llena de sentido trágico. Pero también la poesía de Espriu -incomprensiblemente e injustamente olvidada- participa de un sentido trágico de raíz semítica: Maria Aurèlia Capmany subrayaba la rareza de un Espriu, que en pleno imperio poético de Riba, prefería Jerusalén a Atenas. Aún más: el modernismo catalán, Gaudí, Domènech i Muntaner son más barrocos que clásicos. Y el teatro catalán contemporáneo, desde Comediants hasta la Fura dels Baus, conecta con los aspectos más barrocos de la estética de lo popular o de lo contemporáneo.
Es impresncindible dotar al catalanismo y a la cultura catalana de un modelo más esférico, más contrapesado, que el que le suministró en su momento el noucentis-me y que ha llegado hasta nosotros con diversas adaptaciones y suturas. Es imprescindible barroquizar la cultura catalana, asumir sin considerarla pecaminosa la sentimentalidad, la tragedia, la desmesura. Tal vez quisimos ser la Suiza del Mediterráneo o la Holanda del sur. En algunas cosas -que las calles estén limpias, que los servicios funcionen, que tengamos un buen estado del bienestar- son buenos modelos. Pero en cultura no podemos olvidar que somos mediterráneos, meridionales, que en nuestro universo simbólico es tan importante lo clásico como lo semítico y lo barroco. ¿Sardanas o castellers?¿La danza noucentista del norte o los castillos humanos trágicos y vibrantes del sur? Pues las dos cosas. En primer lugar, porque somos las dos cosas. En segundo lugar, porque podemos hacer las dos cosas. Seríamos muy poco hábiles si nos amputásemos la mitad -o más- de nuestras propias fuentes de creatividad.
Vicenç Villatoro es escritor y diputado por CiU.
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