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Por una nueva política global

'La revolución de las tecnologías de la información lo cambia todo'. Esta frase, pronunciada por Manuel Castells, es la clave para explicar muchos de los nuevos fenómenos que se están produciendo hoy día. La revolución informacional nos está haciendo vivir un cambio de era sin precedentes; cambia el escenario económico, el social y, por supuesto, el político. Nunca hasta ahora el mundo había estado tan intercomunicado ni había sido tan interdependiente. Nunca las incertidumbres habían creado tantas expectativas, ni las contradicciones habían generado tantas respuestas. Estamos inmersos en un apasionante proceso de cambio y estamos obligados, por ello, a ofrecer nuevas políticas y nuevas reglas que nos ayuden a ordenar esta nueva situación. Los gobiernos deberían ser conscientes de cuál es el escenario en que nos veremos obligados a actuar y cuáles serán las necesidades de los ciudadanos en los próximos años, pues, de lo contrario, los cambios se producirán al margen de la política, con el efecto negativo que conlleva la falta de control y reglas que protejan los valores, libertades y derechos inherentes al ser humano. Los políticos tenemos que entender los cambios y estudiar qué podemos ofrecer como respuesta. Tenemos que construir una nueva arquitectura de poder, de gobierno, aunque aún no estemos preparados para ofrecer una respuesta colectiva. De lo único que hoy tenemos certeza es de que ya nada será igual: cambian las preocupaciones de la gente, sus miedos, la propia percepción del peligro y la seguridad; cambia la actitud ante los acontecimientos internacionales y, sobre todo, existe la impresión de que no hay nada que nos resulte ajeno y que no existe lugar alguno al que no podamos llegar. La revolución informacional ha hecho pequeño al mundo y global a la política, no sólo en el sentido de la respuesta, sino en cómo nos afectarán los distintos acontecimientos futuros. El mal de las vacas locas o el llamado síndrome de los Balcanes son sólo los ejemplos más evidentes e inmediatos de la capacidad expansiva de una crisis alimentaria, por un lado, y de la responsabilidad colectiva ante una operación militar internacional, por otro. Éstos son los asuntos que preocupan hoy a los ciudadanos y que, cada vez, van a ser objeto de una mayor atención.

Resulta paradójico que, a medida que se consolidan las democracias y se estabiliza la situación económica, los ciudadanos confían cada vez menos en las instituciones públicas y, particularmente, no sienten la 'influencia benefactora' de las mismas. Castells habla de crisis de legitimidad de los gobiernos y falta de confianza de los ciudadanos, justificando la misma en la percepción popular de que los gobiernos parecen más interesados en responder a los intereses globales en lugar de servir a sus votantes. Siendo cierta esta apreciación -en la medida en que sirve para explicar una de las causas que han dado lugar a los movimientos anti-globalización-, quisiera añadir que, además, existe una crisis de legitimidad de los gobiernos nacionales, no sólo porque los ciudadanos no se sienten representados por instituciones que cada día tienen menos margen de actuación y, por tanto, menos poder, sino porque hay una crisis de eficacia a la hora de ofrecer soluciones para la gente. La cumbre de Niza ha sido una oportunidad perdida para abordar el futuro de un nuevo orden político, hemos perdido la oportunidad de dotar a la Unión Europea de los instrumentos necesarios para operar en un mundo globalizado, pero, sin lugar a dudas, la tendencia a transferir competencias nacionales a instancias supranacionales será lo que terminará por imponerse.

El sistema global en el que nos desenvolvemos ha dado lugar a nuevos problemas y nos plantea nuevos desafíos. La globalización ha cambiado las funciones de la política; cambia el papel del Estado y cambia el concepto de soberanía, se desdibujan nuestras fronteras, se crean nuevas instituciones y, sobre todo, se empieza a perfilar un orden en el que ya no cabe la mera respuesta nacional. ¿Podemos seguir hablando -en este nuevo escenario- de 'una política internacional' como algo diferenciado de la política interna? Creo que cada vez se hará más amplia la zona tangencial y llegará un momento en que ambos campos queden confundidos. Existe una necesidad, y, por tanto, una tendencia cada vez mayor, a actuar de forma coordinada, pero, sobre todo, debemos definir el campo de las nuevas políticas, el espacio donde se realizará el destino de la gente. Quedan pocas dudas, por ejemplo, sobre la importancia que tendrán en el escenario global las políticas sobre el medio ambiente y, sin embargo, la pasada Cumbre de La Haya ha sido el ejemplo más claro del fracaso para articular una respuesta colectiva a un problema cada vez más grave. Los gobiernos nacionales no se pueden permitir actuar como si el asunto no les concerniera, como si se tratara de un tema de política internacional que ya arreglará la diplomacia tradicional, pues es un asunto doméstico que afecta a la vida de nuestros ciudadanos. Como también afecta a la vida de nuestros ciudadanos la seguridad alimentaria y las reglas que se adopten en el ámbito de la Unión Europea. El recién creado Tribunal Penal Internacional supone un importante paso adelante para evitar la impunidad de los criminales amparados en su realidad nacional y en su soberanía. La defensa, la sanidad o la justicia empiezan a ser resueltas en el escenario internacional -que ya no es un compartimento estanco respecto a otras políticas- y sus respectivos campos se amplían. Pero nadie parece tener muy claro cuál será el paso siguiente.

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Hemos avanzado mucho, pero aún existen muchas áreas en las que ofrecer soluciones. Al menos en los casos mencionados tenemos unas reglas mínimas por las que guiarnos, pero hay otras realidades en las que permanecemos impasibles y sin capacidad de reacción; por ejemplo, en el caso de las organizaciones no gubernamentales que actúan, cada vez más, en lugares de conflicto y, como consecuencia de ello, muchos voluntarios mueren, ¿quién es responsable de esas muertes? En la mayoría de las ocasiones, el país 'anfitrión' se inhibe, pues apenas tolera la presencia de las ONG, pero ello no puede ser obstáculo para que busquemos una solución que, necesariamente, ha de ser internacional. Otro de los grandes retos de nuestro tiempo serán los derechos humanos y su extensión global; si somos optimistas en cuanto a los objetivos a conseguir, la pena de muerte dejará de ser un asunto interno para incorporarse a un nuevo marco regulatorio que nos obligará a todos, ya que difícilmente un país aislado podrá evadir la presión ejercida por un entorno cada vez más reducido y preocupado por la homogeneidad de sus reglas. ¿Qué ocurrirá -en la medida en que el número aumenta vertiginosamente- con los desplazados por los distintos conflictos étnicos?, ¿qué ocurrirá, por ejemplo, con los refugiados chechenos que no saben a dónde acudir ni quién estará en condiciones de protegerlos?, ¿cuáles son sus fronteras? El mundo es demasiado pequeño para ignorar lo que ocurre (aunque sea en un lugar remoto) y, en todo caso, debemos prepararnos para una movilidad que no tendrá límites.

Pero los conflictos étnicos no son la única causa de los desplazamientos masivos, la presión económica también provoca movimientos de millones de personas que buscan mejores condiciones de vida o, simplemente, acabar con la miseria. Ningún país podrá cerrar sus fronteras a la emigración, no sólo porque nos obliga un deber de solidaridad, sino porque será un elemento fundamental en el desarrollo de los países receptores. El futuro es una sociedad mestiza, una sociedad plural y multiétnica. Seremos sociedades abiertas, por lo que la emigración no puede ser abordada exclusivamente desde una perspectiva de control de los flujos de personas, necesitamos políticas que favorezcan la integración, que faciliten la pacífica convivencia y que gestionen la diversidad. Con estas perspectivas de futuro, es un grave error negarles a los emigrantes derechos que les corresponden como ciudadanos y es un dramático error establecer divisiones entre los mismos que condenen a la marginación a colectivos enteros. Necesitamos políticas que eduquen para el encuentro.

En todo caso, las políticas globales para la emigración requieren, sobre todo, una contribución coordinada y decidida en la lucha contra el subdesarrollo. La globalización económica y financiera abre importantes oportunidades al desarrollo, pero también puede acarrear la exclusión y marginación de sociedades enteras. El mundo ya no estará dividido entre los que tienen y los que no tienen, sino entre los que forman parte de estas 'redes invisibles' de comunicación y los que están fuera de ellas, entre los que pueden beneficiarse de la productividad y competencia de la llamada nueva economía y los que, incapaces de seguir ese ritmo, están cada día más lejos del desarrollo. Sergio Ramírez afirmaba -de forma más poética- que el mundo se dividirá entre los que saben y los que no saben, en un esfuerzo denodado por conseguir que los dirigentes latinoamericanos se preocupen seriamente por la educación -la nueva educación- y la investigación tecnológica. El escritor nicaragüense era consciente de la enorme importancia que tendrá en el desarrollo de la región la inversión en formación, en conseguir una mano de obra cualificada para operar en el nuevo contexto internacional. Y es que si no nos preparamos para el futuro no podremos ser parte del mismo.

Trinidad Jiménez es secretaria de Política Internacional del PSOE.

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