La llamada
Soy de la opinión de que telefonear a un semejante durante la hora de la siesta debería estar castigado con pena de reclusión menor. Dicen que nuestra Constitución fue redactada con cierto apresuramiento, y se nota; han dejado al relente ese derecho fundamental, vulnerado con frecuencia. He observado, a lo ancho de una larga vida, que los telegramas y las llamadas intempestivas rara vez contienen noticias agradables. De los primeros siempre se ha desconfiado y los mayores recordamos la aprensión con que se abrían aquellos mensajes en papel azul. En pueblos y pequeñas comunidades, el cartero anticipaba y atenuaba la infausta novedad. Hoy sólo remiten telegramas los juzgados, para anunciar infortunios procesales.
El teléfono es el vehículo para que esforzadas señoritas y varones desempleados intenten endosar algo al prójimo siguiendo, a veces, el procedimiento aleatorio y azaroso de marcar las cifras indispensables y sorprender en el hogar a ciudadanos de la tercera edad en horas de oficina. Parten de la somera pista de nuestro nombre y, una vez identificados, vuelcan un torrente de información que pretende estimular el soterrado afán consumista. Como el tono es educado y persuasivo, escuchamos el planteamiento, que sólo caracteres fuertes consiguen rechazar. En el caso de los jubilatas y caducos que vivimos solos, la llamada y alguna equivocación puede ser la única en toda la tarde, lo que es de agradecer.
Antiguamente, la intromisión era más laboriosa. No se ha descrito, con suficiente minuciosidad y justicia, la heroica perseverancia de los vendedores de enciclopedias a domicilio. Yo mismo, en época de actividad profesional, adquirí una enciclopedia alemana, en 18 tomos, que jamás me ha sido útil. La vendedora vino calurosamente recomendada por alguien a quien importaba complacer. Cuando, tiempo después, le comenté la visita y posterior adquisición, repuso: 'No sé de qué me está usted hablando'.
Ahora sigue en vigor la etapa telefónica, que será sustituida por las ofertas a través de Internet, cuando se haya perfeccionado la técnica coactiva. Ya inventarán algo, no les quepa duda. La Telefónica figura en la vanguardia al proponer multitud de utensilios y prestaciones, donde la acompañan una caterva de nuevas compañías que comparten o parasitan el antiguo y nunca extinguido monopolio. El listín de abonados, un dedo perseverante y ciertas instrucciones genéricas son capaces de movilizar un batallón de personas que intentan endosarnos bienes o servicios que no creíamos necesitar.
Lo más refinado y peligroso reside en acceder a la entrevista personal, en la que siguen siendo válidas las viejas técnicas de la enciclopedia. No hace mucho fui persuadido para remediar una dolorosa carencia en mi formación: me colocaron un curso completo de inglés refinado, en 40 lecciones, en sendas cintas de vídeo. De ese idioma gran número de ciudadanos conocen a la perfección las primeras nueve lecciones, que se repiten con entusiasmo el resto de nuestra vida. Cuando hemos sobrepasado un poco la ilustración de una azafata, entra la pereza por adentrarse en conocimientos filológicos de mayor calado. Quizá más adelante. Sin meterle el diente a la quinta entrega, llevo año y medio abonando religiosamente, sin el menor placer, el pago aplazado, que no parece tener fin. El material sin utilizar es de imposible reciclaje.
Creo que los aparatos telefónicos convencionales, desde aquellos adosados a la pared a los elegantes y sofisticados de mesa, viven sus días postreros, desbordados por los portátiles, que podrían llegar a ser declarados obligatorios a partir de los siete años de edad. No se ha inventado el filtro eficaz de las llamadas, aparte de la desconexión, y a su través intentarán vendernos el penúltimo modelo, más pequeño, más versátil. Y la impresora maravillosa, el ordenador con varias docenas de millones de posibilidades, capacidad de almacenamiento inagotable en tres generaciones humanas; una parcela en la Costa Esmeralda, tratamientos cosméticos, suscripción a canales televisivos conocidos o inéditos, pólizas de seguro y atractivas propuestas para entrar en posesión de una confortable y bien situada sepultura. Todo ello llamándonos por el apellido y, muy frecuente y campechanamente, por el nombre de pila. Les sigo la corriente hasta que reúno el coraje necesario para enterarles de que ya no soy un consumidor, sino un consumido, cuyas modestas aspiraciones no desbordan la pretensión de que me dejen dormir la siesta, sin perjuicio para terceros.
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