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Columna
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La poesía es muy suya

Juan José Millás

Me han dado mil veces la explicación científica del monóxido de carbono, pero yo sólo me quedo con la poética, quizá porque los madrileños, cuando yo era adolescente, fallecían mucho de este dulce mal, que entonces, en lugar de producirse industrialmente, se fabricaba a mano, en el interior de pequeños braseros de carbón que introducíamos bajo las faldas de la mesa camilla. Ahora la gente se muere frente al televisor por emanaciones que atribuimos al calentador, aunque Sáenz de Buruaga esté entrevistando a Aznar en Antena 3. Entonces la gente se moría alrededor de la mesa camilla, pelando habas, o separando lentejas sobre la hoja de un periódico.

El monóxido salía, pues, de lo más hondo de uno mismo, que era la mesa camilla. Se trataba de una invasión llevada a cabo desde dentro, como cuando se rompe una glándula cercana al escroto, de la que se escapa un fluido que te relaja los músculos y te mata después de haberte hecho muy feliz. En el colegio nos explicaban que se venía al mundo con dolor, pero no nos decían que te podías ir de él con gusto. No hacía falta: las cosas fundamentales no se aprendían en el colegio. De hecho, cuando en Ciencias Naturales estudiábamos el cuerpo humano no aparecía la mesa camilla por ninguna parte. Y eso que ya se había traducido a Freud, aunque quizá estaba prohibido. Freud llamaba inconsciente a la mesa camilla: caprichos de los idiomas.

Hoy a la mayoría de la gente no le gusta la mesa camilla. Ni el inconsciente. Así que se han desprendido de ella y han colocado sus fantasmas en la caldera de la calefacción. Por eso el monóxido de carbono viene ahora de fuera en lugar de venir de dentro. Y te lo instalan, en vez de ir tú mismo a la ferretería y traerte el infiernillo a casa. Infiernillo es el diminutivo de infierno, que es como ponerle diminutivo al coma cerebral. En el Madrid de aquellos años nadie habría podido escribir Una temporada en el infierno. Y Una temporada en el infiernillo queda blando. Pero el infiernillo mataba lo suyo y para los que morían en pecado mortal era la antesala del infierno.

El caso es que ahora nadie se cree que los niños vienen de París ni que el monóxido viene de la mesa camilla. Todo el mundo sabe que viene de la mala combustión del calentador y se dan normas para evitar accidentes. Es más: acaba de aparecer una nueva normativa para las inspecciones de gas con la idea de reducir los casos de muerte dulce. Un operario irá cada dos años a tu casa con un aparato que por lo visto mide la calidad de la llama y todo eso. Pero no he leído que lleven ningún aparato que mida la cantidad de inconsciente que hay en cada casa. Y el inconsciente mata más que el gas.

Pero mata cuando quiere él y no cuando queremos nosotros. En mi barrio, un grupo de amigos intentamos suicidarnos varias veces con monóxido de carbono. Cuando los padres de uno se marchaban al cine, íbamos a su casa, encendíamos el infiernillo y nos poníamos a separar lentejas alrededor de la mesa camilla con la esperanza de adormecernos dulcemente y palmar. Pero no se murió nadie, porque el monóxido salía cuando le daba la gana. De repente te enterabas de que en López de Hoyos habían muerto todos los miembros de una familia y no sabías por qué ellos sí y tú no, si tú encendías el infiernillo igual y te colocabas en la misma postura. El inconsciente es que hace lo que quiere.

Piensa uno que si el monóxido de carbono pudiera fabricarse a capricho, como se fabrica la gaseosa, habría fábricas de exportación de monóxido. En Estados Unidos sería un éxito, sobre todo ahora que gobierna Bush. No les ha salido bien la silla eléctrica, que achicharra; ni la cámara de gas, que produce tos; ni la inyección letal, que es una paradoja. El monóxido de carbono sería un éxito entre los partidarios de la pena de muerte, puesto que mata con dulzura mientras el reo hace un solitario sobre la mesa camilla.

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Pero el monóxido de carbono aparece cuando le conviene a él. De hecho, hace tiempo leí Exit, un libro en el que dan recomendaciones para quitarse de en medio, y ningún método les parecía suficientemente eficaz a los autores. Al final decían que lo más seguro era meter la cabeza dentro una bolsa de plástico. Pero eso, si tienes claustrofobia, es inviable. Quiero decir, en fin, que si hubiera una receta para producir monóxido de carbono, la habrían dado en aquel libro de autoayuda.

Y es que la muerte dulce, como decíamos al principio, es un capricho poético y la poesía es muy suya.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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