Muñeco de trapo
Según noticias procedentes de Brasil, Ronaldo sigue arrastrándose por las tribunas y los gimnasios. Bajo la juvenil apariencia que se corresponde con su edad oficial, 24 años, mueve unos ojos desconfiados, se apoya en sus huesos de viejo prematuro y trata de excusarse ante los diputados brasileños. Dice, en su oscura jerga de monosílabos, que ni su seleccionador ni su empresa patrocinadora le obligaron a jugar la final del Campeonato del Mundo ante Francia después de aquel inquietante ataque epiléptico. Sus señorías hacen memoria: horas antes del partido, su amigo Roberto Carlos, con quien compartía habitación y aburrimiento, le vio desplomarse sobre la moqueta entre murmullos y convulsiones. 'Creí que se moría', confesó, muy impresionado, a un auditorio de médicos, colegas y periodistas.
Nada hacía pensar que aquel irreconocible montón de carne tuviera relación alguna con el exuberante futbolista que unos años antes se había convertido en pretendiente al trono de Maradona. Con su cráneo bruñido, su rodilla de acero y su corrector dental tenía un chocante aspecto de atleta programado. Algún duende se había puesto a enredar con el ordenador hasta conseguir una figura tridimensional: cuello flexible, hombros estriados, brazos de descargador y, en fin, el perfil simétrico sólo posible en los atletas de laboratorio. Estaba concebido para convertir cualquier movimiento en una explosión muscular.
Sin embargo, aquel muchacho era en realidad un mutante que los dioses habían concebido en algún lugar de la penumbra. Procedía de un escenario brasileño de chamizos, descampados y olores varios: a fritanga, a col revenida y a nuez de palma; del pegadizo aroma de la miseria.
Todavía en edad colegial vino a curtirse con el viento de Eindhoven. Aceptó sin remilgos la disciplina holandesa, alternó indistintamente con la memoria de Cruyff y con las mazas de Ronald Koeman y cuando quisimos darnos cuenta se había convertido en un raro producto tropical. Parecía uno de esos fornidos embajadores de las colonias que finalmente regresan para conquistar la metrópoli. Pisaba el área con el empuje y la firmeza de un carro blindado.
Luego encontró en el Barcelona el mejor de los mundos posibles. A sus veinte años y en aquel equipo que practicaba la guerra de invasión disponía de los dos capitales necesarios para triunfar: tenía tiempo y tenía espacios. Poco después le vimos incendiar la Liga, y aún recordamos aquel gol arabesco al Compostela. Era una postal del tercer milenio.
Un día supimos que se iba a Italia, y que sus células empezaban a zumbar bajo la presión.
Hoy es un juguete caído del balcón. Pobre niño rico.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.