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Columna
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Estrenos

Anda el momento agrietado. Acabamos de comenzar, nada menos que un milenio, con pérdidas claras del equilibrio, resbalando y en algunos casos cayendo, es decir con una serie de despropósitos en varios frentes.

Los que no existen porque no tienen papeles aparecen muertos. La más grave catástrofe ambiental de nuestra historia podría quedar sin responsables, cuando los tiene. Para compensar, supongo, se encarcela de nuevo a ecologistas por una protesta pacífica. Y no se hace lo mismo, por cierto, con la radiactividad, esa que es pobre en Bosnia, pero rica en Gibraltar. Al mismo tiempo se desmoronan los sectores ganadero y pesquero mientras que se abre, cuando menos, una injusticia profunda de cara al plan hidrológico nacional.

Ante semejante fractura -sobre todo si la asociamos al hecho de que los primeros pasos de cada año casi obligan a los buenos propósitos- lo que evocan estos acontecimientos es que cada día se sabe estrenar menos. Acaso porque también los años se suceden cada vez con mayor celeridad. El iniciarlos va perdiendo, por tanto, ese halo de renovación cíclica que tan aliviante resulta para la condición humana.

Asoma, en cualquier caso, la contradicción. Porque esto que no aleja la pasión por el objeto nuevo, por la sorpresa de abrir el envoltorio en el que acude hasta nuestras manos el regalo. También los años, las legislaturas, los cargos, los indultos, las protestas, casi cualquiera de los trabajos y hasta lo que miramos deberían ser tomados, al menos en el arranque de un milenio, también con la ilusión y el normal agradecimiento del obsequio.

Sobre todo porque todo lo gratuito suele resultarnos grato. Por tanto a agradecer. Pero no.

La opulencia, la sobredosis de novedades, el exceso de presentes y primicias, pero sobre todo de intereses, desactiva su capacidad para permitirnos disfrutar más de la vida. Y hasta fomenta el mal uso. Porque cada vez se leen menos los manuales de instrucciones. La constitución, por cierto, es el más importante.

Me acompaña la impresión de que cada día se hace más con todo -incluyendo la vida política- lo mismo que cuando te compras o te regalan algún artilugio más o menos tecnológico. Que te pones a usarlo sin encomendarte a nadie más que a la intuición o a reglas de funcionamiento que permitían el uso de otros aparatos de anteriores generaciones.

De ahí que aumenten los tropezones, los sinsabores y hasta el prematuro abandono o deterioro. Sin olvidar que más del 90% de los usuarios de casi cualquier avance apenas obtiene más de un 5% de los posibles rendimientos de su ordenador, automóvil, televisión, teléfono, normativa legal... Sencillamente porque no se quiso dedicar algo de tiempo a una lectura sosegada y con ánimo de comprensión de las posibilidades de esa novedad tan apasionante que, casi sin esfuerzo, se ha incorporado a su intimidad.

Si así solemos proceder con lo considerado valioso, con lo que ahora mismo tiene prestigio, intentemos imaginar, aunque sólo sea por unos instantes, cómo no será con lo alejado, lo secundario, lo que perdió relevancia o sencillamente se nos quiere olvidar.

Con todo, lo que nos rodea, mantiene y apuntala, el derredor, es también una compleja trama de elementos, relaciones, preguntas y respuestas que supera y hasta desborda a cualquiera de las complejidades técnicas y políticas que nos acomodan en este presente, como vemos, cuajado de riesgos.

También ese exterior, esos paisajes, esas aguas o suelos, y la vida que por ellos palpita, son regalos navideños a los que, además de abrir con la alegría y la sorpresa que nos merecemos, deberíamos dedicarles unos mínimos de atención.

Aunque no nos llegan con el manual de instrucciones para su uso, éstas existen y pueden llegar a ser interpretadas y correspondidas. Porque de ese conocimiento depende por completo que sus delicadas entrañas no queden mudas y por tanto tan agrietadas como la actualidad.

En estos balbuceos del milenio no estaría mal estrenar también el placer y la sensatez de saber estrenar...

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