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Columna
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Lo auténtico

Recientemente aparecía en la prensa una entrevista con la presidenta de Unicef que me retrotrajo a algunas de las peores sensaciones de mi ya lejana adolescencia. Con motivo de las fiestas navideñas, se le pedía una opinión acerca de estas celebraciones y cuáles eran las diferencias que apreciaba entre las nuestras y las del Tercer Mundo. Por supuesto, el Tercer Mundo salía ganando. 'Tienen un espíritu diferente. Son celebraciones con menos artificio'. De hecho, 'las fiestas del Tercer Mundo son mucho más auténticas', rezaba el titular.

A uno no le cuesta reconocer nuestros vicios consumistas, ni los méritos de las organizaciones solidarias, ni mucho menos aceptar que el Tercer Mundo puede ser un espejo donde identificar algunos valores tradicionales que nosotros hemos extraviado. Pero, a pesar de todo, no pude pasar por alto otro elemento: 'Lo auténtico'. A mí no me gusta lo auténtico, o al menos no me gusta lo que el pensamiento correcto identifica siempre como auténtico.

Las ideologías son mareas cambiantes, que condicionan comportamientos y actitudes. En función de la ideología predominante, 'lo auténtico' desencadena sus perversos efectos. Los prejuicios atormentan nuestra identidad y nos obligan a buscar extraños referentes. Esta es una labor delicada sobre todo en la adolescencia, cuando la personalidad aún es una construcción frágil, expuesta a todo tipo de deformaciones. En los tiempos de la Transición (cuando yo era adolescente) 'lo auténtico' ejercía su dictadura desde dos presupuestos ideológicos. Incluso era posible que ambos coincidieran en el mismo discurso. Tiempos confusos, tiempos de búsqueda, con una democracia aún indecisa, el marxismo seguía atrayendo a mucha gente y el nacionalismo era también ideología en auge. Ser auténtico, entonces, se me hizo bastante cuesta arriba.

Desde una perspectiva marxista, auténtico era el pueblo. Y la visión reduccionista del pueblo lo asimilaba a la clase trabajadora, al proletariado. Los trabajadores eran auténticos y los vástagos de la burguesía, salvo que nos convirtiéramos a los dogmas de Marx, éramos depositarios de todos los vicios propios de nuestra clase. Resultaba difícil ser auténtico formando parte de ese saco informe de la carroñera burguesía. De forma implícita uno era menos auténtico que cualquier obrero industrial.

El nacionalismo también sacó partido de aquellos presupuestos. Desde su punto de vista, 'lo auténtico' era lo rural, lo emparentado con los aspectos telúricos del pueblo vasco. Tampoco aquí tenía dónde agarrarme: yo era de ciudad. Y la ciudad era el entorno donde 'lo auténtico' se desfiguraba por completo. Incluso prosperó la moda de aludir siempre a los ancestros para dignificar la propia biografía: así, uno había nacido en Bilbao o en Vitoria, pero subrayaba enseguida que su padre procedía de Ondarroa o que su abuelo tenía un caserío en el Gorbea.

Siempre es difícil ser auténtico. Ahora que toda Europa padece un vasto síndrome de culpabilidad con relación al Tercer Mundo, es en éste, inevitablemente, donde reside 'lo auténtico'. Auténtica es una aldea de Senegal o una comunidad indígena de Bolivia, pero nosotros, los ciudadanos urbanos de Europa, no. No lo son nuestras fiestas, tampoco nuestras amistades. No es auténtica nuestra familia, ni nuestros valores. Como si eso tuviera algo que ver con la justicia o como en una estúpida (e ineficaz) ley de compensación, un congoleño desprovisto de calzado es una persona auténtica, mientras que nosotros, occidentales e informatizados, no somos nada auténticos.

No he tenido suerte a este respecto: desde la retórica proletaria nunca pude o supe ser auténtico; desde el nacionalismo más primario ser auténtico y no sentir nostalgias campesinas era esencialmente imposible; en la actualidad, cuando todos nos sensibilizamos ante los problemas del Tercer Mundo, mi posibilidad de ser auténtico se ha alejado definitivamente.

Nadie menos auténtico que yo. Ni nadie menos auténtico que usted, estimado lector. Estamos hechos de cartón piedra.

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