Protocolo
Hubo una vez un director general de Canal Sur, hoy felizmente olvidado, que logró fama de sibarita entre sus colegas. En realidad, el hombre era un paleto con pretensiones que, para disimularlo, pedía siempre con gran ceremonia la carta de vinos de los restaurantes y elegía el más caro.
Jugar al epicureísmo con el dinero público no sólo es un gesto de megalomanía hortera: es, sobre todo, deshonesto. En los últimos días se han ido conociendo las buenas costumbres del delegado para la Zona Franca de Cádiz, Manuel Rodríguez de Castro. Alegando necesidades protocolarias, este hombre se gastó en menos de cuatro años 195 millones de pesetas: más del doble de lo presupuestado, que no era poco. En su defensa, Rodríguez de Castro -que debe tener un gran concepto de sí mismo- se ha comparado con el presidente de El Corte Inglés, sin caer en la cuenta de las evidentes diferencias de tamaño y de titularidad entre ambas empresas.
Rápidamente, saltó en auxilio de Rodríguez de Castro la presidenta del PP y alcaldesa de Cádiz, Teófila Martínez, quien, por cierto, cuando gobernaba el PSOE criticó con dureza las alegrías presupuestarias de sus predecesores. Confiando en que no hay mejor defensa que un buen ataque, Teófila Martínez se preguntaba por los gastos de representación de empresas públicas manejadas por los socialistas.
Está en su derecho. Pero resulta que ahora al que le toca dar cuentas, al menos en este caso, es a su partido, que llegó al poder hace cinco años enarbolando la bandera de la austeridad, la regeneración y la lucha contra el despilfarro, bandera que, por cierto, pasó al baúl de las buenas intenciones en cuanto acabó el recuento de votos.
La defensa de la austeridad en el uso de los dineros públicos es algo que, por desgracia, ha quedado relegado a munición política o a gesto testimonial de políticos con un punto de excentricidad, como la ex alcaldesa de Sevilla, Soledad Becerril, quien, después de ser acusada falsamente por su sucesor de cobrar dietas bajo cuerda, tuvo el extraño detalle de hacer públicos sus gastos -que resultaron, por cierto, extremadamente magros- y retó a Alfredo Sánchez Monteseirín a publicar los suyos como presidente de la Diputación sevillana, reto que, por cierto, no tuvo respuesta.
Existe la idea de que eso de la austeridad es sólo el chocolate del loro, pero los gastos suntuarios en la política española -y, en concreto, en la andaluza de los últimos 10 años- no son pocos y, además, son producto de un talante un tanto faraónico que se corresponde muy mal con estos tiempos, en los que los profetas de la nueva economía -comenzando por Bill Gates, uno de los hombres más ricos del planeta- presumen justo de lo contrario: de viajar en clase turista, de no celebrar comidas de trabajo y de visitar sólo restaurantes de comida rápida.
Pero nuestros cargos públicos -tanto de derechas como de izquierdas- no son de este mundo: hasta los más patanes -y, especialmente, los más patanes- tienen maneras que parecen heredadas del duque de Osuna, aunque, al contrario que al pródigo aristócrata, no parece que a ellos el sibaritismo les vaya a llevar a la ruina.
Para eso están los presupuestos.
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