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Tribuna:LA POLÉMICA SOBRE LAS COMARCAS Y DIPUTACIONES
Tribuna
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Autogobierno andaluz y redención de las provincias

Podría interpretarse que el gran valor político de nuestro autogobierno, mayor incluso que el haber responsabilizado a esta tierra para resolver sus problemas por sí misma, trasciende a la propia Andalucía. Y es que la movilización previa al Estatuto de 1981, exitosamente vinculada al ansia democratizadora de la transición, comenzó a moldear un título VIII de la Constitución que extendió la descentralización más allá de las periferias con tradición nacionalista. Fue desde aquí donde se desencadenó ese proceso tan ambicioso, orientado -en palabras de Ortega y Gasset- a superar la España secularmente invertebrada y a redimir no sólo algunas sino todas sus provincias.

Precisamente de las provincias, esas piezas olvidadas del modelo territorial, quisiera reflexionar en estas líneas para advertir que el papel histórico jugado por Andalucía como pionera de la generalización federalizante podría desaconsejar el considerarlas como antiguallas racionalistas a derribar. El Partido Andalucista viene insistiendo en la necesidad de comarcalizar la región y hace poco el profesor Ruiz Robledo animaba, hábil y provocativamente, a 'la jubilación de las diputaciones' (EL PAÍS, 23 de noviembre). La controversia sobre el mantenimiento o no de estas 'venerables instituciones' debe atender a la eficacia funcional e institucional que éstas puedan seguir aportando hoy. En principio, la provincia cumple una doble tarea -como instancia de organización del Estado o de la Junta y como entidad con personalidad propia que se autogobierna a través de la diputación-. Dado que los niveles superiores necesitarán seguir apoyándose en una administración periférica, sólo es posible cuestionar la primera función de las provincias para proponer como alternativa otra entidad menor. Con relación al Estado tal planteamiento resulta algo irrealista y contraproducente pues derivaría en una multiplicación de sus delegaciones territoriales y, a estas alturas, pareciera más correcto mantener el carácter residual de su presencia en Hacienda, Interior o Seguridad Social. Más defendible resulta la comarca para el caso de la Junta pero, más allá de la necesaria descentralización de algunos de sus servicios, debe también ponderarse que reducir toda su presencia a un tamaño infraprovincial acabaría debilitando políticamente a las unidades periféricas. Por otro lado, basta con imaginar el coste o los pleitos que provocaría el diseño de ese nuevo mapa o acudir a la infructuosa experiencia catalana, para concluir que difícilmente dejaremos de convivir con la provincia. Es más; en torno a ella se sigue organizando el poder judicial, las universidades, las circunscripciones electorales, los grupos socioeconómicos y partidos -incluyendo al PA-, la cobertura de los medios de comunicación o la configuración empresarial de los mercados.

Por tanto, si la provincia se ha consolidado como referencia en la prestación de servicios públicos o privados, se me antoja difícil postular que a esa instancia tan cotidiana no le corresponda una estructura política propia. Me refiero ahora a la segunda función antes mencionada, aunque es verdad que las diputaciones parecen haber desdibujado su papel reduciéndolo a la cooperación con los municipios pequeños; algo que por cierto no debe desdeñarse, pues la gran mayoría de los ayuntamientos necesitarán siempre de esa asistencia. La 'semijubilación' de las diputaciones parece unirse a los constantes incumplimientos históricos de la misión encomendada a las provincias -nada menos que la superación liberal del Antiguo Régimen- hasta tal punto que el mismo Ortega se sumó también a sus detractores. Pero la culpa de esos males y de otros que se aducen, como el sectarismo o el clientelismo, no radican en su autogobierno democrático sino en su instrumentalización centralista. Puede quizás criticarse el diseño que en su día se llevó a cabo pero las provincias, que afortunadamente nunca obligaron a ser leales con bandera alguna, han sido capaces de configurar identificaciones colectivas sobre bases prosaicas. Frente a la inmediatez de lo municipal o lo comarcal y el esencialismo de lo regional o lo nacional, las provincias decimonónicas resultan ciertamente artificiales pero ése es justo su mayor tesoro en una tierra que aspira a justificar su autonomía por argumentos cívicos.

Una comarcalización voluntaria y no generalizada, idónea para desajustes específicos como los del Campo de Gibraltar, es además compatible con el mantenimiento de unas arraigadas provincias andaluzas cuyo tamaño y número, junto al intangible de la experiencia institucional acumulada, les hacen idóneas como contrapeso interno. Unas mancomunidades de municipios sin masa crítica o una Junta omnipresente que, salvo en las grandes ciudades, vacíe de contenido el ámbito competencial local no parecen alternativas deseables. Sería además inconsecuente con el fundamento último que animó la lucha colectiva por la autonomía plena el que, aquí donde precisamente nació la reivindicación de vertebración generalizada de España, acabáramos propiciando la rendición de las provincias.

Mayte Salvador Crespo es Profesora de Derecho Constitucional en la Universidad de Jaén

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