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Columna
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Mensajes

Entre los usuarios del teléfono móvil la comprobación de la lista de llamadas perdidas ha sustituido a la pregunta habitual de llegada al trabajo o al hogar. El '¿me ha llamado alguien?' empieza a dejar de tener sentido, hay un menú que indica quién (o un número) y a qué hora ha llamado. El hecho, aparentemente nimio, tal vez sea la principal manifestación masiva, contundente y cotidiana de la era digital.

Una primera expresión del fenómeno afecta al cómputo del tiempo, que irremediablemente se convierte en digital. Puedes llevar en la muñeca un elegante reloj analógico, que te sugiera que son casi las tres y veinte..., pero el telefonino siempre te dirá que son las 3:18 y que la última llamada perdida fue a las 2:57, por poner un caso. La diferencia entre ambos datos no es de minutos, es de época. Como la que marcó el abismo, hace apenas unas décadas, entre las 'tres y pico, llego tarde' y la hora del café, con o sin partida de chamelo. Hasta ahora parecía que la hora digital era cosa de niños con sus relojes de astronauta; pero no, poco a poco va imponiendo su terca presencia. Primero fue en el reloj del microondas y en el aparato de vídeo, luego en una esquina de la pantalla del ordenador y ahora, como una gota malaya que perfora nuestra retina, en el ubicuo telefonino.

En un estudio sobre los ritos de la vida privada burguesa, Anne Martin-Furgier señala que en el siglo XIX el placer consistía en la espera de los momentos que jalonaban el día, principalmente las distintas comidas, los días de recepción, los de visitas y las veladas. La repetición, que no significaba rutina, ritualizaba y de esta forma marcaba el paso del tiempo y otorgaba 'su valor de dicha' al acontecimiento destinado a convertirse en recuerdo. Los registros del tiempo que pasaba se capitalizaban 'como inscritos en libretas de ahorro', explica la historiadora. Esos registros eran los diarios, las fotografías y también determinadas colecciones de reliquias como guantes, o prendas de vestir. La correspondencia tenía también una función ritual señalando la existencia de los vínculos afectivos por lo que, según Martin-Furgier, 'su valor no radica tanto en lo que dice como en la regularidad del funcionamiento'. Esta ritualización explicaría, por ejemplo, la vital importancia que, aún hoy, tiene entre los trabajadores de la burocracia la media hora del desayuno.

Volviendo a la digitalización de nuestro tiempo, es evidente que esos registros de la memoria, expresados en las listas de llamadas del móvil, son tan constantes como efímeros. Pero no puede negarse que el prodigio adquiere dimensiones extraordinarias si lo extendemos a esos mensajes escritos, que a través del móvil se envían a todas horas adolescentes y jóvenes en edad de merecer, cuyo crecimiento en los últimos meses ha sido exponencial. La lista de mensajes se convierte así en un carnet de baile omnipresente y que va evolucionando en tiempo real, como la bolsa de valores.

De esta forma, se estaría operando una profunda transformación de la 'capitalización de los recuerdos': de la decimonónica libreta de ahorro de la que hablaba la historiadora, al mercado continuo de valores afectivos de hoy. Ignoro qué consecuencias va a tener este cambio en la educación (¿o habría que decir cotización?) sentimental de los jóvenes del siglo que empieza, pero presumo, si se me permite la carpetovetónica expresión, que los efectos no van a ser grano de anís. En fin, feliz siglo.

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