Las dos o tres cosas que sé de Pere Gimferrer
Cualquier excusa es buena para volver a leer a Pedro, a Pere Gimferrer, incluso la reciente entrega de otro de los muchísimos premios literarios -el reina Sofía de Poesía Iberoamericana, en esta ocasión- que engordan su impresionante currículo. La aparición de una antología bilingüe de su poesía, Marea solar, marea lunar (Universidad de Salamanca y Patrimonio Nacional), con prólogo de Luis García Jambrina y seleción de textos del propio autor, no es más que el último acicate que nos ha proporcionado.
Y en su caso, como en casi ningún otro, hay que insistir en la lectura de su obra para no acabar quedándose sólo con ese personaje con melena de trovador, tocado de sombrero (el culpable es Eduardo Mendoza, que le comentó que uno se resfría por la cabeza), abrigo, bufanda, guantes y paraguas; aunque en verano, como a él le gusta precisar, suele vestir con camisas de voile de algodón y corbata. Con suma habilidad, Gimferrer se ha refugiado tras esa máscara que protege y oculta al ser humano. A diferencia de lo que hoy suele ser habitual, él ha sacrificado su imagen pública para preservar su ambiciosa obra, porque sabe que el que escribe, el yo poético, siempre es superior a la persona.
Los perezosos pueden quedarse sólo con el personaje singular e hipocondriaco. Pero parece aconsejable dejarse caer en sus libros
Tanto su obra castellana como la catalana se fundamenta en una misma poética cuya continuidad me parece innegable. Gimferrer es un poeta postsimbolista que ha encontrado su propio camino en lo que se ha llamado la tradición de la ruptura, aquella que se inicia en el romanticismo y -en su caso- pasa por Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé y las vanguardias. En numerosas ocasiones ha explicado que entre sus lecturas preferidas están los clásicos grecolatinos (un consejo de Foix que él ha seguido), Dante, el Góngora del 27, Sade, los memorialistas franceses del XVIII y XIX, Dickens, Balzac, Dostoievski, Proust y el D'Annunzio narrador y diarista. Quizá lo que mejor lo define es su empeño (a semejanza de Cernuda, Aleixandre o Gil de Biedma) en ser un escritor europeo, en ir más allá de la propia literatura nacional. La lectura que él ha hecho de la tradición, en las lenguas en las que ha escrito (dejemos los ejercicios en francés), se fundamenta sobre todo en las obras de Ausiàs Marc, Rubén Darío, J. V. Foix, Aleixandre y Octavio Paz. Su manera de inscribirse en la historia literaria es la de sus predecesores: un intento de expandirse hacia la singularidad. Podría sintetizarse todo ello en la idea mallarmeana de la obligación del poeta de purificar el lenguaje común, las palabras de la tribu; o en aquella otra preocupación de Rubén Darío: 'Yo persigo una forma que no encuentra su estilo'.
Gimferrer es un escritor siempre insatisfecho, un buscador constante, de ahí que no parezca extraño que conciba la prosa (Dietari, Fortuny) como el lugar ideal para la confluencia de los géneros, donde la trama queda disuelta en la textura. En tanto que la función de la poesía estriba en mostrar, con renglones contados, aquella cara no visible de la realidad; en la fijación de un instante. Y el poema lo utiliza como un artefacto de conocimiento que suscitamos con las palabras.
Qué duda cabe de que existe el Gimferrer que ha puesto el talento en su obra y una peculiar extravagancia en la persona, algo que prefiero pensar que no es más que una manera de afirmar su individualidad frente al grupo y las normas establecidas. Los perezosos pueden quedarse sólo con el personaje singular e hipocondriaco, con ese pitagorín que aparece con el dedo índice hincado en la mejilla, mientras mantiene los ojos semicerrados y te mira por encima de esas grandes gafas que se le resbalan por la nariz, o con el individuo tan parco en la conversación en directo como prolijo en la telefónica. Pero parece aconsejable traspasar la superficie del espejo y dejarse caer en sus libros.
Sólo le he oído presumir de dos cosas, de ser un gran lector y de poeta catalán. Su capacidad para imponer su personalidad artística y una tonalidad estilística propia, lo entrañable de la persona, ¿o del personaje?, ha conseguido que se le perdone casi todo: su afición a controlar los dimes y diretes desde la sombra (herencia de Aleixandre), lo puntilloso que es con la cronología (esa imprescindible distinción entre el momento en que surge el pensamiento y su posterior formalización), esa manía suya de evitar una respuesta con otra pregunta e incluso su faringitis crónica. Todo sea por su obra, por las sugestivas e inteligentes reflexiones que le ha dedicado al cine, a la pintura y a la literatura. Al fin y al cabo su mundo se compone de imágenes y palabras, de lo visual y lo verbal.
Por fortuna, Gimferrer es sólo doble e irrepetible. En la única vida que parece que tengo no podría con tres, pero puedo rendirme ante uno y así lo hago, con sumo gusto.
Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la UAB.
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