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Columna
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¿Quién paga el pato?

En la calle Roteros de Valencia, una de las más antiguas de la ciudad, luce estos días una pancarta que denuncia la existencia de un andamio instalado hace dos años largos cuando, por causas ignoradas, interrumpieron la rehabilitación de un edificio del siglo XVIII y cuyo solar es hoy un vertedero. Los vecinos, agradecidos, felicitan las pascuas al Riva y a la alcaldesa, confiados en que, con el nuevo siglo, tanto la edila como el citado organismo sean sensibles a sus plegarias y liberen la vía pública de tan infausto armatoste.

Justo al lado, en el paupérrimo callejón dedicado al gran Joan de Joanes, un hostelero que se ha dejado sus ahorros restaurando un viejo horno anda de Herodes a Pilatos por las crujías municipales, gestionando las debidas licencias de apertura, demoradas sine die. Sin alejarnos de este reducido marco urbano, los residentes de la calle de Serranos y de la plaza de Manises, se preguntan a quién han de pedirle cuentas por la detestable pavimentación, echada a perder tan pronto fue inaugurada hace tan sólo unos meses.

Con todo y con eso, el referido vecindario, representativo del nutrido censo de damnificados administrativos que aflora a diario en los periódicos, puede considerarse afortunado si los pertinentes expedientes en tramitación no se han traspapelado, como ha acontecido con una conocida discoteca de El Saler, cuyo papeleo para ser legalizada fue olvidado durante diez años en alguna covachuela burocrática.

La misma o superior desidia habría que atribuirles por partes iguales al Ayuntamiento de Aldaia y a la Consejería de Medio Ambiente por el incendio apenas extinguido del vertedero ilegal de neumáticos, tan espectacular como tóxico. Ambas instancias alegan haber cumplido sus deberes para el cierre de ese depósito no autorizado, pero lo cierto es que, uno por otro, ese espacio estaba sin barrer y los meses han pasado hasta que el fuego ha cancelado el problema, si bien quedan en vilo las responsabilidades por esta demora que linda con el cachondeo, por muy acostumbrados que se nos tenga a que las cosas de palacio vayan despacio e incluso que no vayan de manera alguna.

Soslayemos, por lo trillado, el asunto de la legionelosis con el peloteo esperpéntico de culpas entre las distintas administraciones y anotemos, por su actualidad, el show con que nos están obsequiando el consistorio de la capital y la Consejería de Cultura a propósito del destripamiento de El Cabanyal para prolongar la avenida de Blasco Ibáñez. Al margen del juicio urbanístico que nos merezca la reforma, lo relevante para el caso es la presunta confabulación tejida entre Rita Barberá y Manuel Tarancón para darle la bendición a una iniciativa que no encaja ni a martillazos en los textos legales que protegen el patrimonio histórico.

Y quizá fuese excesivo, aunque no inoportuno, aludir a las mafias laborales que trafican en régimen de esclavitud con mano de obra inmigrante. Las denuncias sindicales se apilan y también las multas, pero es obvio que no resuelven ni menos aún abordan el fondo del problema, como si hubiese una colusión entre los organismos oficiales competentes y las empresas beneficiarias. Faltan trabajadores pero no se instrumenta su legalización, abocándoles a la situación inerme en que se encuentran y que emerge de vez en cuando con acentos mortificantes o trágicos.

En estos y otros muchos trances hay una nota común: siempre paga el pato el ciudadano de a pie. Resulta rarísimo que políticos y funcionarios asuman o denuncien su propia inoperancia. O están desbordados por el trabajo, o bien se sienten blindados por un bosque de eximentes. Algo que ha de cambiar, como cumple en una sociedad democráticamente adulta y no resignada. Pero, ¿quién le pone el cascabel al gato? Dicen que Japón va a emprender una gran reforma administrativa. Veremos en qué queda. Por lo pronto, y en tanto llega, la mejor reforma consiste en la protesta cívica. Ni silencio ni impunidades.

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