_
_
_
_
LA CRÓNICA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

'Charnego power'

- A la vida hay que echarle cajones. Hola. Soy yo. Y esta foto que aparece por aquí abajo son mis antepasados. Mi hermano se la encontró en un cajón y me ha pasado copia. Es una foto mágica hecha en un momento mágico. Su historia es igualmente bella y sencilla por sí sola. Como una hoja o un anillo. O una peluquera.

- Háblame, oh musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, etcétera. En algún momento del siglo pasado los chicos de la foto subieron a un barco en algún puerto del sur de la Península. El barco venía de Estambul. Estaba cargado de turcos y de piojos turcos, que eran los primos Zumosol de los piojos. Tenía dos camarotes. Uno para hombres y otro para mujeres. Se pasaron el viaje tirando cadáveres turcos por la borda. Chof. Llegaron a Brasil. Al bajar del barco les fumigaron. Consiguieron trabajo en una plantación. Cada noche el patrón los encerraba con llave en sus barracones y soltaba los perros. La esclavitud acababa de ser abolida en Brasil. Pero aún quedaba afición. De manera que, para adquirir alimentos en la tienda del patrón, tuvieron que firmar contratos de esclavitud. Una noche se escaparon. En plan Kunta-Kinte. Se buscaron la vida a pelo. Los nuevos vecinos de mis antepasados interpretaban que la libertad consistía en tener la opción de comprar blancos. Quizá no iban desencaminados. El caso es que querían adquirir un cachorro blanco de Martínez. Eso creó ciertos roces vecinales. Que se solucionaron con vudú. Empezaron a morírseles los animales pequeños, luego los más grandes, y finalmente, Federico, el bebé que Ma'Martínez, en el centro de la foto, sostiene sobre sus rodillas. El día de su entierro llovía. En el cielo se oyó un rumor. Mi abuelo levantó la vista y vio el primer aeroplano de Santos Dumont. Se fueron a Buenos Aires. Vivían junto al Once. Entonces no había coreanos, sino judíos rusos. Las prostitutas que estaban bajo las arcadas del Once buscaban sus clientes en yídish. Mi primo Diego de Argentina me dice que el tío Amador, el descamisado de la foto, que ya tenía edad para trabajar cosiendo pelotas Nike, trabajó de palanganero en un prostíbulo kosher. En Argentina descubrieron una libertad de dimensiones continentales. Por ejemplo, la ley les permitía matar una res y comerse una chuleta, siempre que dejaran la piel sobre un alambre. Hoy esa ley no existe. Los hermanos mayores decidieron irse a Cuba, donde se establecieron, la liaron y sintieron por primera vez la ciudadanía. Mi abuelo, de hecho, se hizo, me dicen, socialista. El tío Pepe, el segundo por la derecha, se fue a la Yuma / los USA. Compró un pasaporte falso y pasó a apellidarse López, lo que confirma que López es Martínez en inglés. Tuvo un hijo. El hijo escribió una novela de personaje colectivo en inglés. Lo pelaron los malos en las Ardenas. Pero, bueno, les hablaba de una foto.

En el siglo pasado los chicos de la foto se embarcaron en un puerto del sur de la Península. El barco venía de Estambul. Se pasaron el viaje tirando cadáveres turcos por la borda. Chof. Llegaron a Brasil

- La sonrisa de Robert de Niro. La foto está hecha en algún lugar de São Paulo, donde vivían mis antepasados cuando se escaparon de la plantación. Un día llegó un fotógrafo, colgó un lienzo para esconder las barracas y todo el poblado se fotografió. Para ello, se fueron dejando las mejores ropas unos a otros. Es, por tanto, una foto de hombres libres en la que todo el mundo se presta mucho respeto a sí mismo. El segundo por la izquierda es el tío Amador, que llegó en el último momento. Le dieron un cachete y una americana y posó vestido con el uniforme de diario. El niño que no sabe que crecerá, que tendrá un hijo y que lo matarán los nazis es el segundo por la derecha. Mi abuelo es el primero por la derecha. Si se fijan, va disfrazado de emigrante. Es decir, va lo mejor que puede. Y tiene la sonrisa de emigrante. La gastan mucho los actores italo-americanos. Con ella, cuando De Niro utiliza media sonrisa, llena la pantalla. Cabe deducir que se la donaron sus antepasados italianos y que, por tanto, esa sonrisa es un patrimonio.

- La sal de la tierra. Es la sonrisa que se cuela en el rostro de los desplazados cuando descubren que no viajaron para morir en la mar salada, ser fumigados o ser esclavizados. Si se pasean por el Gobierno Civil, donde estos días se apelotonan chorrocientos desplazados para que los men in black les den papeles de colores, en la cola verán a alguien con esa sonrisa. Si se van a la plaza que hay frente al Macba y observan uno de esos formidables partidos de fútbol en los que juegan chavales de todos los colores, verán que cuando marcan un gol se les escapa esa sonrisa. Es la sonrisa del hambre de gol. Muy diferente de la sonrisa del hambre a secas, más parecida a la sonrisa de los cadáveres en el Polo Norte. Bueno. En fin. Con esta crónica y mi mejor sonrisa De Niro, les deseo un feliz milenio a los nuevos charnegos que han venido a esta ciudad a descubrir esa sonrisa de la foto.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_