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El Gobierno de Bush: una previsión prematura

Cada presidencia estadounidense es un nuevo comienzo, porque se sustituye a miles de colaboradores, muchos rostros nuevos llegan a Washington y ciertamente cambian las prioridades políticas, aunque no se produzcan grandes innovaciones como en las históricas presidencias de Roosevelt, Kennedy y Reagan. Cada nueva presidencia es impredecible, pero todas parecen pasar por las mismas seis pruebas -las enfermedades infantiles del Gobierno estadounidense- que comienzan con el rechazo a las promesas electorales impracticables.

Bush prometió trasladar la Embajada estadounidense en Israel de Tel Aviv a Jerusalén. También Clinton. No va a pasar. ¿Qué más no va a pasar de lo que Bush prometió?

Las dos mayores promesas de Bush fueron un recorte de impuestos de '1,3 billones de dólares' y el rápido despliegue de las defensas de misiles balísticos para proteger el territorio estadounidense. Ambas son candidatas al rechazo total o parcial, o al menos a una lenta puesta en práctica.

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Según la teoría keynesiana -rechazada por los republicanos como ideología, pero a menudo seguida en la práctica-, una forma de estimular una economía en recesión son los gastos mediante el déficit presupuestario. La otra es bajar los impuestos. La primera favorece a los pobres; la segunda, a los ricos, que constituyen el núcleo de partidarios de Bush. El nuevo presidente prometió bajar los impuestos al comienzo de su campaña, cuando la economía estadounidense estaba todavía en expansión. En aquel momento, Alan Greenspan, el luchador contra la inflación oficial de Estados Unidos en su calidad de presidente de la Reserva Federal, amenazó con aumentar los tipos de interés si se reducían los impuestos. Eso era a un tiempo finanzas prudentes y política atrevida, un disparo de advertencia. Clinton aumentó enormemente el poder de Greenspan y éste no quiere volver a ser un simple presidente de la Reserva Federal.

Pero ahora se da una nueva situación: el ritmo de la economía estadounidense está disminuyendo realmente, y a pesar de los cálculos optimistas de que tocará fondo rápidamente con un crecimiento del 2,5% o incluso del 3%, nadie puede saber exactamente cuánto se va a ralentizar, porque nadie sabe lo que va a pasar en el mercado de valores. Habiendo perdido ya unos tres billones de dólares en riqueza, y con la deuda media por familia estadounidense más alta de todos los tiempos en proporción con las rentas familiares, las pérdidas del mercado de valores deben reducir el consumo y, por lo tanto, la producción y el empleo. En esta nueva situación, Bush podría, de hecho, recortar un poco los impuestos, pero sólo después de negociar con Greenspan para asegurarse de que no van a aumentar los tipos de interés. Prácticamente no hay posibilidad de que se produzca un enorme recorte de '1,3 billones', pero Bush podría cumplir su promesa, al menos en parte.

En cuanto al rápido despliegue de una defensa de misiles balísticos (BMD, siglas en inglés), también prometido por Bush, el verdadero obstáculo no es la vehemente protesta de los chinos, aunque está claro que se verían obligados a construir muchos más misiles balísticos intercontinentales. No es la objeción rusa de que una BMD podría infringir el tratado de 1972, aunque muchos estadounidenses temen el precedente negativo que sentaría la ruptura de un tratado. Ni siquiera la determinada oposición del Reino Unido y Francia, cuyos escasos misiles balísticos quedarían neutralizados. El verdadero obstáculo que garantiza que Bush romperá su promesa es más prosaico: Estados Unidos no tiene ningún sistema de BMD a punto de desplegarse y no habrá ninguno en los próximos años. El THAAD del Ejército estadounidense es crónicamente inestable, porque siguen fallando las pruebas. El láser aéreo de la aviación estadounidense es muy eficaz, pero sólo si está muy cerca del punto de lanzamiento, y no se puede mantener un lento avión en órbita sobre un territorio hostil. El Arrow israelí, financiado por Estados Unidos, funciona maravillosamente, pero, al igual que el THAAD, es sólo un sistema de corto alcance. Lo mismo sucede con el Aegis Plus de la Marina estadounidense, todavía sólo un proyecto, no un arma lista para la producción. Seguir adelante ahora con estos sistemas requeriría el despliegue de cientos de unidades de lanzamiento para cubrir todo Estados Unidos, un coste enorme para protegerse contra los pocos posibles misiles de los Estados 'rebeldes'. Una alternativa sería asentar un único sistema de BMD en Alaska para establecer una cobertura limitada. Esto también molestaría a los chinos, pero los rusos podrían aceptarlo, porque el tratado de 1972 permitía que cada bando tuviese una base con hasta 100 misiles interceptadores. Eso a duras penas cubriría la promesa electoral; de hecho, fue el plan de Clinton sobre Alaska el que Bush criticó duramente por inadecuado. Pero, por supuesto, Bush puede recurrir al tradicional remedio de anunciar un programa 'acelerado' de investigación y desarrollo; los anuncios salen baratos. Además, la defensa futura es una respuesta muy apropiada a una amenaza futura, y a pesar de la cháchara alarmista, ningún país 'rebelde' tiene aún un misil balístico intercontinental.

La segunda prueba obligatoria es la de crear un equipo que funcione con los colaboradores originalmente designados. Todo nuevo presidente, sin excepción, tiene que retirar o despedir o degradar a cargos clave, ya sea porque al presidente no le acaben de gustar o, más a menudo, porque otros altos cargos clave se oponen a ellos. En este caso hay una complicación, porque el objetivo más probable es Richard Cheney. Era un candidato a vicepresidente muy, muy importante. Obviamente espera ser un vicepresidente muy, muy importante, como Bush prometió. Pero tan pronto como los propios altos cargos nombrados por el presidente ocupan su puesto, automáticamente empiezan a recortar y a dejar de lado a los hombres del vicepresidente, y después, al propio vicepresidente. Gore evitó ese destino porque sus propios colaboradores eran ultramodestos y a él nunca lo anunciaron como 'muy, muy importante', como están anunciando ahora a Cheney.

Nadie puede saber en qué medida le disgusta al propio Bush la excepcional prominencia de Cheney, pero no sería humano si no se sintiera resentido cuando lo eclipsan: durante la campaña, a Bush lo pintaban normalmente como a un niño sentado en las rodillas de Cheney. En cualquier caso, aunque a Bush no le importe, sus colaboradores más cercanos no pueden a buen seguro tolerar a un vicepresidente realmente poderoso.

Edward N. Luttwak es miembro directivo del Centro de Estudios Internacionales y Estratégicos de Washington.

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