Bach y una mujer ANTONI PUIGVERD
Al hombre que ahora está hojeando este diario le sería muy difícil explicar por qué le subyuga tan poderosamente la mujer con la que ha coincidido casualmente en una soleada terraza de invierno. De la misma manera, le sería difícil explicar por qué una composición musical o literaria le seduce. No es complicado describir en qué consiste la belleza de un cuerpo: puede uno remitirse a las convenciones canónicas que cada época impone o a las reglas de la proporción. No es complicado describir la belleza artística: basta apoyarse en las reglas de composición y evaluar la coherencia y el equilibrio con que las partes han construido el todo. Lo difícil de explicar es la atracción: ¿por qué la belleza de un cuerpo o de una obra artística ejercen una irresistible presión erótica o emocional sobre aquel que está bajo su influjo?Un cuerpo bello puede ser admirado sin un ápice de pasión. Esos cuerpos perfectos que los medios de comunicación presentan mediante imágenes sin mácula son cuerpos irreales, abstractos. Deshumanizados. Uno puede admirar la belleza de las modelos, esas mujeres perfectas, mudas e inasibles, y extasiarse ante ellas como los beatos ante la imagen de la Purísima. Las vírgenes de las pasarelas presiden los altares televisivos y ayudan, como las antiguas santas, a idealizar las virtudes cardinales de hoy: el supremo valor de la apariencia, la frialdad expresiva, la ausencia de grasa. Estas artistas inalcanzables son pura entelequia visual; belleza genérica, arbitraria, estrictamemte admirable. Lejos de incentivar la libido de quien las contempla, tienden a inhibirla. Es una belleza que enfría y acompleja. Asusta o decora.
Algo parecido sucede, salvando las enormes distancias, con la música, la literatura y el arte. Rubert de Ventós ya explicó hace tiempo que una de las mayores obsesiones del arte del siglo XX es la búsqueda de la perfección ensimismada. Durante muchos años, los estetas han intentado imponer un arte desapasionado, cerebral, distinto y distante del mundo que lo circunda; una música que se aleja de la emoción para buscar la inteligencia de los oídos (Schönberg); una literatura que, apelando a la razón y al cálculo, se aísla de los sentidos (y cuya versión suprema estaría en Borges o en los últimos juegos verbales de Joyce). La pintura abstracta y la arquitectura minimalista serían otras versiones de este intento de imponer la supremacía de la razón sobre la emoción -un intento que define el siglo que definitivamente jubilamos. No deja de ser curioso: lo que las artes no han conseguido (el descrédito del canon artístico es paralelo al triunfo de la emoción, que se nos cuela más viva y eficaz que nunca, por los escenarios políticos, literarios o musicales) lo está consiguiendo la moda, convertida ya no solamente en una de las bellas artes, sino en el único espacio creativo cuyas arbitrarias, abstractas y despóticas propuestas son unánimamente aceptadas: las aplauden los poderosos refinados y los obedientes consumidores.
El siglo del empeño racionalista ha terminado con un broche aparentemente nostálgico: la celebración del 250º aniversario de la muerte de J. S. Bach. Considerado por muchos como el patrono del racionalismo musical, Bach es más que el Everest de la composición. Es uno de los mayores generadores de ambigüedad. El tópico lo aleja de Mozart. Éste expresaría lo inefable: la gracia, la seducción, el erotismo, mientras que Bach expresaría la lógica y la inteligencia. No hay tópico más tonto. Ambos compositores destilan la pasión que es inexplicable y, por lo tanto, oscura; y la razón, que es mental y, por lo tanto, clara. En Bach, concretamente, se funden de manera imposible de deslindar el rigor matemático y una misteriosa sentimentalidad. Tomemos el ejemplo de las Variaciones Goldberg. Son tan obsesivamente numéricas, pero a la vez tan delicadas (hoy diríamos románticas), que uno tiene la impresión de que en ellas radica, en potencia, un buen pedazo de la historia de la música: del barroco al minimalismo: la fascinación por el juego cerebral, pero también la contenida sensibilidad de un Debussy, por ejemplo. O la pureza silenciosa de un Mompou. Las Variaciones fascinan y, a la vez, admiran. Apelan al corazón y a la mente. La música de Bach no puede, por lo tanto, ser comparada a uno de esos cuerpos bellísimos, pero inexpresivos y ensimismados, que la publicidad actual entroniza. La música de Bach subyuga como esta mujer próxima con la que el lector del diario ha coincidido, casualmente, en una soleada terraza. Es una mujer de cierta edad. Incluso sus vestidos están pasados de moda. No puede ocultar las arrugas, pero mantiene intacta la perfección de sus rasgos, la prodigiosa combinación de carnes, cartílagos y huesos que la convierte en un ser admirable. Hay algo en esta mujer que inquieta a su casual vecino. Algo que él no puede explicarse, que le impide concentrarse en la lectura: un halo misterioso en su mirada o quizá la carnalidad excesiva de sus labios. No hace falta que lea: una aventura le reclama.
Una leyenda explicaba que Bach compuso las Variaciones para que el clavecinista Goldberg amenizara las noches de insomnio del conde Hermann Carl von Keyserling. Los investigadores han demostrado que la leyenda es falsa. No podía ser cierta: nadie podría dormir escuchándolas: estas varaciones son ciertamente delicadas y apacibles, pero los caminos que emprenden, completamente lógicos, se imponen en la mente del oyente como una estricta conversación mental. Bach no componía somníferos. La razón y la belleza no sirven para evadirse de los temibles diablos del insomnio. No sirven para dormir. Sirven para resistir, para evitar que el horror de la noche hegemonice completamente el alma. En la mejor tradición cultural de Occidente, la música de Bach, sirve, como esta mujer inquietante, para acompañar al hombre en su camino entre las penumbras. Para dialogar con él, para ayudarle a tomar conciencia de que no está solo.
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