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Un disparate

Ya los griegos señalaban que la hybris, la combinación entre la arrogancia, la desmesura y la voluntad de poder, era un camino cierto para el desastre. En algunos asuntos el Gobierno que gloriosamente nos rige parece empeñado en emular a los personajes sofocleos en el ejercicio de la arrogancia. Un buen ejemplo es la extemporánea y forzada reforma de la ley de extranjería. Si descontamos el propósito gubernamental de sacarse la espina de la derrota parlamentaria del pasado diciembre y el propósito de desviar la regulación en el sentido de un tratamiento primariamente policial de la regulación jurídica del tema no parece que el retorno imposible a una nueva versión de la ley de 1985 fuera la mejor de las ideas. No es casual que el retorno haya sido parcial y frustrado. Parcial porque partes sustantivas de la más amable regulación de la ley 4/2000 han terminado por sobrevivir (en algunos casos por iniciativa del Gobierno, y en otros frente a ella), frustrado porque el Gobierno no ha conseguido sacar adelante la totalidad del paquete de reformas regresivas que su momento alentó. Empero el Gabinete ha acabado por renunciar a un apoyo social y políticamente mayoritario de la contrarreforma al empecinarse en negar a los inmigrantes "sin papeles" el ejercicio de determinados derechos fundamentales, cuestión que elevó a la condición de emblemática de la política gubernamental.Una parte de la oposición, respaldada por las ONG y los sindicatos, ha sostenido con tenacidad y argumentos estimables que privar a los inmigrantes "sin papeles" del ejercicio del derecho de reunión, del de asociación o del de sindicación es contrario a la Constitución por vulnerar derechos fundamentales. Afirmación que en el caso del derecho de asociación es particularmente atendible toda vez que un precepto restrictivo de la ley de 1985 "se cayó" en el Constitucional ante el recurso del Defensor del Pueblo, y que, en todo caso es exacta cuanto menos en lo que a la reunión y la asociación se refiere, toda vez que una larga y constante jurisprudencia constitucional incluye a ambos derechos en el catálogo de aquellos que corresponden a la persona con independencia de su nacionalidad y que, además, no admiten diferencia de trato basada en ese hecho. Lo que no se entiende bien en este pleito es porqué formaciones políticas que han defendido la tesis de la inconstitucionalidad de dichas cláusula de la ley anuncian que no la recurrirán ante la sede correspondiente. Con amigos como estos ¿que falta le hacen al Estado de Derecho sus enemigos?

Pero, con independencia del juicio de constitucionalidad que merezca esa maniobra rabulesca de reconocer pro forma un derecho cuyo ejercicio se niega, lo que me parece más revelador del carácter meramente simbólico de tales cláusulas es su constitutiva estupidez. Resulta enternecedor ver al señor Secretario de Estado de la materia advertir a las centrales sindicales que a partir de ahora no podrán afiliar a trabajadores extranjeros residentes en condiciones de ilegalidad ¿como lo van a impedir? ¿ disolviendo las secciones sindicales o los sindicatos que los admiten? Fíjense bien, no se trata sólo, ni principalmente, que cerrar la puerta a la asociación y la sindicación supone poner obstáculos sustantivos al proceso de deseable integración de los inmigrantes en nuestra sociedad, que también, supone elevar barreras de acceso adicionales a esa integración y, por ello, supone apostar por la marginalidad y la explotación de los mismos. Si solo se tratare de eso nos encontraríamos ante una política detestable, pero no estúpida. Se trata de otra cosa, de la imposibilidad de parcelar el ejercicio de los derechos constitucionales.

Porque, vamos a ver, si usted amigo lector, o yo, decidimos asociarnos con un senegalés clandestino para formar una organización destinada a combatir el racismo ¿cómo va la autoridad a negar el ejercicio del derecho de asociación al senegalés sin violar el nuestro? ¿cómo va la administración a impedir que los miembros de CCOO o de UGT se asocien en el sindicato del metal y admitan como socios a los ecuatorianos sin papeles sin violar el derecho de sindicación de los afiliados españoles? ¿ como van las autoridades gubernativas a impedir que un marroquí ilegal sea admitido en la sociedad gastronómica de la que soy miembro en razón del magnífico alcuzcuz que cocina , sin vulnerar mis derechos de asociación y reunión? Es más, como no es posible para nadie un control estricto de los asistentes a una reunión en lugar de tránsito público o a una manifestación ¿cómo va a impedir el delegado del Gobierno que acudan los argentinos residentes en esta capital, tengan papeles o no, a una reunión en la Alameda al efecto de celebrar el día del Trabajo, prohibiéndola a los nacionales que concurran? Es más, ¿cree alguien que es factible privar efectivamente a nadie del ejercicio del derecho de reunión.?

No es que la diferenciación entre la titularidad del derecho , que se reconoce, y el ejercicio del mismo, que se niega, sea digna de una antología rabulística. Es que a la postre resulta de imposible aplicación sin vulnerar los derechos de aquellos a los que la ley reconoce tanto la titularidad como el ejercicio. No es que sea inconstitucional, que desde luego lo es, es que se trata simplemente de un disparate.

Manuel Martinez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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