Luz tonta JOAQUÍN ARAÚJO
Lo que no vemos resulta casi siempre de mayor amplitud y hasta importancia que lo patente de forma directa. No hay dominio más vasto, ni realidad más apasionante que lo invisible.A casi todos, por ejemplo, se nos escapa que las raíces son más extensas y sustentadoras que las ramas y las hojas. No menos que ahí abajo, en el ciego y oscuro suelo, acontecen los episodios más cruciales para los terrestres, nuestra especie incluida. Al menos mientras sigamos alimentándonos con plantas o con comedores de plantas. Ya sabemos lo que puede llegar a pasar cuando nos alejamos de tan sencillos y coherentes peldaños de la transmisión de la energía por las cadenas tróficas.
Poca atención nos merece la diminuta fauna y flora asociadas a lo recóndito, más numerosa y más crucial que todos los animales y plantas de algún tamaño que nos rodean. Los seres más sencillos, caso de las bacterias, siguen fundando, explicando y manteniendo la vida sobre este planeta.
No menos cierto deberíamos considerar el hecho de que una gran parte de la proeza del ser humano ha sido, y es, alumbrar las regiones opacas, los tiempos y los espacios que no podíamos contemplar de forma directa. Dar a luz; ser lúcidos; pretendernos luminosos son claros propósitos y terminología muy emparentada con lo que consideramos mejor. Por desgracia nos es difícil perder el control y acabar iluminados.
Es decir, que en esto nos alcanza también el exceso. Ese que llamamos contaminación lumínica y su colateral despilfarro energético.
Poner luces hasta en la sopa nos caracteriza. Cuando nada, ni siquiera la desprestigiada oscuridad, carece de su función y de su sentido. Incluso lo que tantas veces nos parece contrario a nuestros deseos, intereses o ímpetu explorador desempeña, cuando menos, la tarea de la compensación, casi siempre aliviadora.
Estamos en el ápice anual de las iluminaciones. Acaso por estar llegando los días más cortos del año y las consiguientes noches más largas, recargamos todas las formas de iluminación. Precisamente cuando más claro está que la producción de energía, tantas veces malgastada o derrochada, tiene su gran parte de responsabilidad en la propagación del cambio climático.
No se entienda que uno desea calles, plazas, escaparates o cualquier ámbito de lo ciudadano apagados. Tampoco se trata de no alegrar estas fechas a golpe de bombillas, por cierto muchos cientos de millones en los países noroccidentales. Estos comentarios pretenden acordarse de que nada ciega tanto como los fogonazos, circunstancia a la que nos estamos aproximando.
Cualquiera sabe que son las sombras lo que da relieve a lo que miramos. Pero es tanto el desbordamiento de luces que nos rodea que se acaba diluyendo la posibilidad de descanso, comprensión y verdadero disfrute.
En la mayor parte de nuestras grandes ciudades parece que nadie paga la factura de electricidad, pues en las calles hay más del doble de iluminación de lo necesario. Las luces en los interiores sobran en una cuantía parecida.
Cuando se plantea la reducción de las emisiones de contaminantes atmosféricos casi siempre se nos escapan varias posibilidades como la ya mencionada de iluminar lo suficiente y evitar la opulencia: este convertir la noche en algo incandescente. Pero no menos conviene recordar que existen bombillas de larga duración y consumo hasta un 90% más bajo que el de las convencionales. O, como nos recordaba Epicteto, que "el sol nos da a cada uno, sin tener que suplicarle - hoy diríamos pagarle-, su parte de luz".
Hay, pues, luces lúcidas y otras, como las que sobran y ahora atacan, que son manifiestamente tontas. Sobre todo porque cada día quedan menos penumbras, imprescindibles para que se encienda gratuitamente la bóveda del cielo, mucho más festiva y alegre que el chisporroteo navideño que nos embadurna.
Y todavía más. Se nos quiere olvidar que lo más luminoso del humano reside en esos momentos y lugares que dedica a la ensoñación. Para lo que resulta imprescindible apagar las otras luces, las que borran lo invisible.
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