Nueve rostros de una mutación ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS
Una actriz, Marisa Paredes, relevó hace unos días a otra, Aitana Sánchez-Gijón, en la presidencia de la Academia del Cine. Un rostro conocido en medio mundo sigue a otro con no menos imán y alcance como signo identificador del cine español. Está en la lógica de las cosas que una cinematografía sea identificable universalmente a través de un rostro o de unos rostros. Hasta la llegada de Ingmar Bergman, que lo trastocó todo allí, el cine sueco es un reflejo, o un destello de la luz irradiada por Greta Garbo e Ingrid Bergman. La vieja, y en parte ya gastada, mitología de la estrella, fetiche con fuerza hipnótica universal, sigue funcionando. Y si hay un indicio no refutable de que el cine español ha dado últimamente un gran salto adelante está en el suceso de que algunos de sus rostros han pulverizado, o están al borde de hacerlo, con la dinamita de su fotogenia fronteras físicas y mentales, y seducen, llevados del empuje con que aquí arrancaron miradas reverenciales a su gracia y su talento, a otras gentes de otros ámbitos.Desde hace años, Antonio Banderas roza el altar de la estrella y trabaja instalado en las cúpulas de Hollywood, o en sus alrededores, lo que le convierte en un foco de la busca de un modelo identificador por centenares, o miles, de millones de personas en todo el mundo. Desde que en La niña de mis ojos estalló en su rostro una recia conexión entre una singular fotogenia y una rara desenvoltura gestual, Penélope Cruz sigue un trazado ascendente parecido, que le hace ser, sin tener aún en Hollywood detrás de ella una filmografía relevante, una presencia mimada por el papel rosa cuché. Es tan sólo una antesala, pero esta actriz tiene empuje para abrirse de par en par las puertas cerradas que se le oponen. Es lo que antes hicieron ante las fronteras de Europa Carmen Maura y Victoria Abril. Y lo que ahora hacen Ariadna Gil, Sergi López y Javier Bardem en las pantallas de Buenos Aires, París y Nueva York, respectivamente. Son nueve rostros identificadores, y hay muchos más en trance de serlo, de ese salto íntimo en busca de universo que el cine español está dando.
Serguéi Eisenstein, al final de su corta vida, en uno de los encuentros libres y casi clandestinos que solía celebrar en su casa de Moscú con gente de la escena y de la pantalla soviéticas, ya domesticadas, ya reducidas ambas a burdas y canallas iglesias del culto a Stalin, dijo una vez que la materia primordial, el alimento insustituible del cine son los rostros capaces de absorber la mirada despiadada de la cámara. Una cámara que no esté hambrienta de estos rostros es una cámara muerta. Incluso para quien, como Eisenstein, comenzó su obra renunciando al intérprete y ambicionó introducir en la pantalla la imaginación abstracta, especulativa, es evidente que el rostro y su lenguaje son la fuente que segrega la seda con que se teje la tela de sueños que da al cine su inmenso poder de indagación y de seducción. De ahí que sólo los países que han entendido en todo su alcance la decisiva función creadora que en una película tienen sus intérpretes, eso que se conviene en llamar reparto o, en inglés colonial, casting, son los que han sacado adelante con energía y distinción a su cine, los que le hacen pisar tierra firme y ganar para el paisaje de su piel y la música de su lengua un lugar en el mundo.
En las reboticas de la España reaccionaria y triste viene de antiguo y aún tiene arraigo la práctica, de ojos adentro, de poner con sordina, al tiempo que se le acaricia el lomo, un escapulario de sambenito al cómico, y expulsarle así coronado del coto, cerrado para él, de la moral pactada, convirtiéndole en una puta todo lo ilustre que se quiera, pero puta. Mas si algo presagia un camino de libertad en el cine español que viene es que sus putas se le están convirtiendo a zancadas en santas, de forma que son unos pocos rostros sagrados quienes más tiran de él y más lo ennoblecen no sólo como feria, sino también como elevación, ya que tras los nueve nombrados se agolpa una gran lista de espera de rompepuertas en ciernes, que quieren seguir, allí o aquí, las huellas de estos adelantados rompedores de fronteras. No cabe ahora nombrarlos, y no porque sean innombrables, sino porque son demasiados y no caben.
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