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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El mundo y Bush

Una reciente relación oficial estadounidense de los peligros que la superpotencia afrontará en los próximos años incluye, además de las teóricas amenazas armadas, elementos tan crudos y reales como el cambio climático, el sida o la explosión demográfica. La nómina elaborada por los estrategas de Washington viene a señalar que las amenazas a su seguridad son sustancialmente diferentes que hace una década. Los desafíos de grandes guerras o ataques nucleares aparecen, a ojos de los expertos, como simplemente remotos. Viene a cuento constatarlo a propósito del rumbo que a la política exterior vayan a imprimir el presidente electo, George Bush, como capitán del barco, y sus dos principales pilotos en la materia, el general retirado Colin Powell al frente de la Secretaría de Estado y la estudiosa Condoleezza Rice como asesora de Seguridad Nacional. Powell ya ha apuntado a un uso muy restringido de las fuerzas de EE UU en el extranjero. Rice, nadie sabe todavía si en serio o como globo sonda, sugirió hace un par de meses la conveniencia de retirar a las tropas del Tío Sam de los Balcanes. La doctrina Powell-Rice, si puede llamarse así a unos indicios distantes todavía de concreción política, parece inclinarse por una definición estricta de qué es de interés nacional para Washington y su correlato de cuándo se justifica su intervención militar.

A pesar de los quebraderos de cabeza que proporcionarán al nuevo presidente la situación en Oriente Próximo, Corea del Norte o enemigos enquistados como Irak, algunas de sus decisiones más difíciles en materia exterior concernirán directamente a sus más estrechos aliados. Se trate de erigir un paraguas antimisíles para EE UU, proyecto tan caro a Bush, o de cómo acomodar la OTAN al embrionario deseo europeo de dotarse de una identidad militar mucho más acusada. A propósito de estas cuestiones, el tándem Powell-Rice no debería caer en el error de fomentar en el futuro presidente -que admite sin tapujos su condición de novicio en política internacional y su disposición a escuchar- una visión simplista o aislacionista de los intereses estadounidenses.

Estados Unidos puede sucumbir al síndrome de su soledad como único superpoder y pretender su invulnerabilidad con el escudo antimisíles. Pero convendría que Bush reflexionara seriamente sobre una decisión que, además de estar tecnológicamente en mantillas y tener un coste astronómico, le enfrentará a Rusia y China, pondrá en peligro de muerte el tratado ABM -la piedra angular durante tres décadas del control del armamento nuclear- y será recibida de uñas por sus más estrechos aliados europeos, que, con buen criterio, no quieren otra fútil carrera de armamentos. La hostilidad de Washington hacia los esfuerzos europeos por ampliar su autonomía defensiva es otro terreno de pruebas especialmente significativo. Aunque es obvio que han caducado los argumentos básicos que sustentaban el despliegue estadounidense en Europa cuando la OTAN fue fundada, en 1948, también es evidente que los aliados de EE UU al otro lado del Atlántico quieren mantener activa su participación -por otro lado imprescindible- en la seguridad regional. Que además sirve y es útil a los intereses de la superpotencia.

Es evidente que la relación militar entre EE UU y el Viejo Continente necesita una revisión. Pero debe hacerse desde la lealtad de las dos partes. La cerrada oposición de la Administración de Clinton a las iniciativas de seguridad y política exterior de la UE ha tenido su contrapartida en la manifiesta falta de voluntad europea para asumir sus responsabilidades, puesta clamorosamente de relieve en la antigua Yugoslavia. Por eso, uno de los primeros interrogantes sobre Bush y su flamante equipo exterior es si cambiará algo la actitud de Washington hacia la embrionaria emancipación armada de sus viejos socios.

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