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El sueldo de los cargos políticos

La retribución económica de los que desempeñan cargos políticos es materia tan densa, tan nutrida de diferentes capas que es fácil que ahogue en la papanatería al que se atreva a abordar tan escamoso asunto.Su densidad le viene de distintas causas. Los enfoques bajo los cuales es posible acercarse a esta materia son casi inagotables: político, económico, jurídico, moral, ético, sociológico... La extensión con la que se manifiesta en las sociedades democráticas contemporáneas es enorme; no hay prácticamente entidad, por pequeña que sea, que no se tope con esta cuestión en la policéntrica estructura de los poderes públicos democráticos de hoy. Su presencia, por fin, es casi permanente: aunque en los días presupuestarios del último tercio del año asaltan los medios de comunicación frecuentes noticias acerca del punto que llena estas líneas, a lo largo del resto de los doce meses es frecuente oír o leer, por un motivo u otro, acerca del sueldo de los políticos. Los ejemplos se multiplican: el 20 de junio pasado, la Asamblea de Madrid, tras un rifirrafe entre la Comunidad y el Ayuntamiento madrileños, aprobó una ley "por la que se procede a la homologación de las retribuciones de los miembros del Gobierno y altos cargos de la Comunidad de Madrid con los de la Administración General del Estado y de los diputados de la Asamblea de Madrid con los diputados por Madrid del Congreso"; el artículo 25 de la Ley de Presupuestos del Estado aborda de una forma muy detallada las "retribuciones de los altos cargos del Gobierno de la nación, de sus órganos consultivos y de la Administración General del Estado"; el pasado 14 de noviembre, el Parlamento Europeo presentó su propuesta de "sueldo único armonizado", que entrañaría, de llevarse a efecto, importantes mejoras económicas para los eurodiputados españoles. La relación podría ser mucho mayor, pero la mesura me aconseja parar aquí.

Resulta dificil someter realidad tan compleja y densa a criterios que le den una explicación relativamente unitaria, y lo es mucho más formular ciertos principios a los que, con toda la flexibilidad que se quiera, deba atenerse la espinosa tarea de fijar el sueldo de los cargos políticos. Lo intento.

Es básico partir del principio de la retribución de los cargos políticos como regla general en un régimen democrático avanzado, construido, como nos ha recordado Gabriel Tortella en su reciente libro La revolución del siglo XX, sobre sociedades de elevada capacidad económica. El tipo de organización a la que conduce el reparto del poder, la proliferación de órganos participativos y las crecientes exigencias de dedicación, tanto en el plano formal (incompatibilidades) como en el material (trabajo efectivo), desembocan en una generalización de las percepciones económicas para los cargos políticos, que a veces choca con mentalidad y realidad de otra época ya sobrepasadas.

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Es claro para mí que la retribución económica en el campo político responde a lógica distinta a la propia del privado; en uno y otro caso intervienen factores diferentes que se plasman en cifras dispares. Razones políticas, económicas y hasta éticas cimentan esta afirmación. Pero por mucha que sea la distancia económica a la que arrastre la lógica privada respecto a la pública, esta última tiene sus propias exigencias de decoro y suficiencia económica, que aconsejan que, salvo supuestos extremos y excepcionales, las diferencias retributivas entre ambos sectores no sean siderales, todo ello al margen de lo que la realidad impone para que el desempeño de un cargo político no se convierta en un lujo prohibitivo por razones puramente económicas; dicho lo mismo, sólo que en expresión ahora de Fernando Vallespín recogida en las páginas de EL PAÍS, "el ámbito de lo público no podrá competir nunca con los salarios del sector privado, pero debe reivindicar su propia dignida". La lógica política tiene, además, otra exigencia: me refiero al principio de homogeneidad relativa, el cual se traduce en que ante puestos asimilables dentro de un mismo marco político, entendido éste ampliamente, deban prevalecer, si no una semejanza total, sí al menos cifras cercanas o parecidas; los requerimientos de la igualdad no toleran aquí otro planteamiento dentro de la misma lógica pública.

La publicidad y la trasparencia constituyen, por otro lado, principios sustanciales en el tratamiento del sueldo de los cargos políticos. Las sociedades democráticas avanzadas, a mi juicio, tienen asimilado el hecho del ensanchamiento del campo de las retribuciones a las que aludo, toleran con mayor o menor alegría que los requerimientos de la dignidad se interpreten con cierta generosidad y sitúen las cantidades en las que se traduzcan en linderos no demasiado alejados de los que, dentro de los supuestos normales, son el fruto de la lógica privada; no soporta, por el contrario, que se le oculte la realidad, le sea suministrada parcialmente o a hurtadillas o no se le explique con claridad el porqué se ha llegado a las cifras a las que se haya llegado.

En fin, las percepciones económicas de los políticos es materia como pocas para que reine en ella el principio del consenso, cuanto más reforzado, mejor. La presencia de este principio favorece mucho el cumplimiento de los demás señalados en las líneas precedentes y es factor fundamental en la aceptación social de la cantidad en la que se haya concretado la retribución de los cargos políticos.

Desde 1977, parte de estos principios se han ido implantando poco a poco dentro de nuestro sistema político. La ampliación de los puestos políticos retribuidos ha sido una constante; la publicidad y transparencia, aunque con escollos, ha venido cobrando cuerpo; el consenso ha ido ganando adeptos en el tratamiento del aspecto retributivo que abordo, de modo que muchos de los pasos emprendidos aquí han sido guiados por este método político y alguno de los que no se han dado ha sido, en buena medida, por su ausencia.

Por el contrario, las exigencias de decoro y suficiencia económica que la propia lógica política impone en esta materia han retrocedido, particularmente con respecto a los altos cargos del Gobierno de la nación y a los diputados y senadores, y, extremo casi peor, el principio de homogeneidad relativa dentro de un marco político más o menos equiparable, ha sufrido retrocesos en los últimos tiempos. Prescindo de los argumentos emparentados con la dignidad y suficiencia económicas, tan relativos y opinables. Me ciño a los atinentes a cierta igualdad de trato dentro del propio campo político. Se puede aplaudir, por ejemplo, que el presidente del Consejo General del Poder Judicial perciba cerca de veintiún millones de pesetas, pero no encuentro justificado que, sentado lo anterior, el presidente del Gobierno se quede en pocas pesetas más por encima de los trece millones. Puede merecer opinión favorable que un consejero de Cuentas supere en algo los diecisiete millones de pesetas, pero no acabo de comprender a la luz de ello que un ministro del Gobierno se quede en once y medio. Más supuestos de esta clase son traíbles a colación, a la vista de los artículos 25 y 26 de la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2001; los evito; no quiero ser más tedioso de lo que ya vengo siendo. Si cambiamos de tercio, ¿qué razón existe para que el sueldo de un diputado o senador español sea el marcadamente más bajo de la Unión Europea, casi un treinta por ciento menos que el del parlamentario portugués, un cuarenta por ciento inferior al del irlandés y la mitad que la del griego?

Tal estado de cosas es poco aceptable, menos aconsejable, y creo que pide solución aunque sea paulatina. Su camino no es otro, a mi modo de ver el problema, que el de un amplio acuerdo, dotado de publicidad y trasparencia, que dé satisfacción a una exigencia a mi entender capital de la lógica política en materia de sueldo de los cargos políticos; me refiero a la relativa homogeneidad que evite desigualdades irrazonables como las que he apuntado líneas atrás y la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2001 pone tan a las claras.

Luis María Cazorla es catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad Rey Juan Carlos.

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