Una historia verdadera
Poco antes del verano dos conocidos novelistas coincidieron en mostrar públicamente su preocupación por el porvenir de la ficción. Venían a decir algo cuando menos paradójico, que un exceso de ficciones podía poner en peligro la existencia misma del arte de narrar, y con él las raíces mismas de nuestra cultura, que tiene en el relato uno de sus más poderosos aliados. Pero una cuestión como ésta sólo puede dilucidarse si previamente hemos dado respuesta a otra de muy distinto calado. ¿Por qué los hombres, me refiero, claro, a las personas adultas, ya que con los niños tal pregunta carece de sentido, necesitan las ficciones para vivir? Es más, ¿por qué en un mundo como el nuestro sigue teniendo tanto prestigio leer? No me refiero a leer un libro de historia, o un tratado de ciencias políticas, sino a leer una simple novela. Es decir, un libro donde suelen contarse las cosas más insólitas y disparatadas, cosas que probablemente nada tienen que ver con la vida de quien lo adquiere, ni es fácil que lo tengan alguna vez, y cuya lectura, en términos económicos, o de inversión productiva, sólo puede significar una pérdida de tiempo.En una novela reciente el narrador principal es un niño que todavía no ha nacido. Habla desde la barriga de su madre, y muestra además una rara competencia para describir lo que no puede ver ni comprender. Por si esto no bastara, su hermano es un extraño detector de voces perdidas. Y así le escucharemos hablar con un piloto desaparecido, con su padre ausente y otras criaturas de ese barranco de la memoria y los sueños que son los arrabales de la Barcelona de la postguerra. La novela nos conmueve, sin embargo, desde sus primeras páginas, y una vez iniciada no podremos dejar de leerla. Desde un punto de vista lógico, se trata de un auténtico disparate, y su lectura, como la de tantos libros semejantes, debería pertenecer al terreno de los vicios inconfesables. Y sin embargo no es así, y, en la actualidad, llevar un libro bajo el brazo, lejos de sonrojarnos, nos hace parecer mejores (y eso lo saben muy bien los políticos que enseguida se aprestan a declarar públicamente sus preferencias lectoras). ¿En qué se basa este prestigio? ¿Qué hace, por ejemplo, que un personaje como Don Quijote siga provocando con sus desatinos esa corriente no sólo de simpatía, sino de abierta admiración, una admiración que no sólo alcanza a los lectores más o menos incultos sino a académicos, filólogos e historiadores? No deja de ser extraño que decenas de universidades y prestigiosos profesores dediquen su precioso tiempo al estudio de las mínimas variaciones del texto de Cervantes, como si el porvenir de nuestra cultura llegara a depender de que una letra hubiera sido cambiada por un apresurado linotipista; ni que tantas y tan rigurosas horas de estudio se pongan al servicio de un libro que cuenta la historia de alguien que de existir en el presente sería conducido inmediatamente a un psiquiátrico y puesto ciego a neurolépticos.
Creo que es aquí donde la llamada de atención de nuestros novelistas cobra su verdadero sentido. Pues no se trata tanto de postular una actitud reverencial hacia el mundo de los libros y sus paraísos artificiales, sino de mantener vivo ese raro mecanismo intelectual que nos permite identificar la ficción dentro de lo real. Pero ¿por qué esto habría de ser necesario? Eudora Welty, la magnífica escritora norteamericana, contestó a esta pregunta afirmando que el elixir que el novelista necesita para elaborar una historia sólo puede obtenerlo de la vida real. Pensemos en la última película de David Lynch. En ella se nos cuenta la historia de un anciano que decide recorrer varios centenares de kilómetros en un cortacésped para reencontrarse con su hermano, al que no ve desde hace años, y poder reconciliarse con él antes de su muerte. David Lynch y su guionista tomaron esos datos de una noticia que apareció en las páginas de los periódicos. ¿Qué les llevó entonces a titular la película Una historia verdadera, en vez de Una historia real, que sería a todas luces más lógico? Recordemos la fórmula de Eudora Welty: una vida puede contener una esencia, pero es el recuerdo, la repetición en la imaginación, el que nos dará el elixir que nos permitirá componer con ella una historia. "Se puede soportar todo el dolor si se lo pone en una historia o se cuenta una historia de él". Es decir, la historia, el mundo de la ficción, revela el significado de aquello que de otra manera seguiría siendo una secuencia de meros acontecimientos. Pondré un nuevo ejemplo. Aún tenemos reciente en nuestra memoria el papel representado por un grupo de jóvenes en el programa Gran Hermano. Reunidos en una casa, que era vigilada hasta en sus rincones más apartados por decenas de cámaras de televisión, tenían que comportarse, no como podrían haberlo hecho en una telenovela, sino tal y como supuestamente lo hacían en su vida ordinaria. Para lograrlo debían situarse en ese grado cero de la historia en que la ficción todavía no existía y la realidad de lo que eran podía mostrarse sin mediación. ¿Pero es esto posible? O aún mejor, ¿qué precio hay que pagar para lograrlo? Uno alto sin duda, pues el espectáculo resultante no pudo ser más desalentador. Creo que la explicación es muy simple. Gran Hermano nos ofrecía lo real, sí, pero sin el anhelo de lo verdadero. Justo lo contrario que la película de David Lynch. En ella, un anciano se tranforma, gracias al poder de su tenacidad, en un personaje de ficción. Es decir, alguien que no sólo lleva a cabo acciones impensadas, sino que lleva en sus manos ese elixir con que podemos transformar la vida. ¿Pero transformarla en qué? En el lugar de la significación.
Eso nos dicen las ficciones. Tu misión es hacer de tu vida una historia verdadera. ¿Pero qué significa esto? Nos encontramos frente a esa eterna disociación entre la verdad y la realidad que no ha dejado de torturar a los hombres, y que es sin duda el descubrimiento más doloroso a que se tienen que enfrentar los niños y los adolescentes en su crecimiento. O dicho con otras palabras, al descubrimiento de que la verdad de una vida, de cualquier vida, esa verdad hecha de nuestros sueños, y deseos más secretos, no cabe enteramente en lo real. Por eso necesitamos el mundo de la ficción, y por eso la advertencia de nuestros novelistas es pertinente y, a la vez, gravísima. Nos dice que lo importante no es tanto lo que nos sucede, como la forma en que somos capaces de transformarlo en nuestra imaginación. Recordemos la escena en que Jacob luchó con el ángel. Isak Dinesen escribió que Jacob sabía perdida esa lucha, pero también que antes o después tendría que volver a vivir ese momento en su recuerdo, y que si luchó con el ángel fue para estar preparado cuando tal momento llegara. "No te soltaré hasta que me bendigas", le dijo. El anciano de la película de David Lynch no buscaba otra cosa. De hecho, si quería visitar a su hermano era para recibir su bendición. El momento de la bendición es el momento en que obtenemos el elixir que nos permitirá transformar nuestra vida en una historia que se pueda contar. Todo lo que somos depende de ese instante tan incomparable como extraño. Porque esa segunda vida que alcanzamos a tener gracias a la imaginación ¿qué otra cosa puede ser sino lo real acogiendo a lo verdadero?
Gustavo Martín Garzo es escritor.
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