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Tribuna:
Tribuna
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La gracia de Aznar

La gracia a la que el título hace referencia es la que nuestro presidente ha concedido a un buen número (1.443) de nuestros conciudadanos delincuentes, no la suya personal, de la que poco hay que decir. Como el término es tan rico, quizás no esté de más precisar que tampoco se utiliza en el título con el significado que tiene en otra de sus acepciones, la que se emplea al decir que alguien ha hecho una gracia. Sin duda hay quienes piensan que al decidir este indulto, el señor Aznar ha hecho una gracia, es decir, "una cosa molesta e irritante" (acepción undécima en el Diccionario de la Academia), pero ese juicio de valor queda fuera de los límites de este artículo, en el que por esa razón tampoco se entrará en los motivos de la decisión; ni en los declarados y sorprendentes, ni en los ocultos y muy probables. Mi propósito es simplemente el de ofrecer al lector las razones por las que me inclino a pensar que el indulto concedido en favor de los condenados por insumisión es formalmente incorrecto, aunque esté materialmente justificado, y que el otorgado al señor Gómez de Liaño no permite a éste pretender ni obtener cargo judicial alguno; ni en la Audiencia Nacional ni en ningún otro juzgado o tribunal. Si quedara espacio, que lo dudo, me gustaría añadir también algo sobre la necesidad de modificar cuanto antes las normas que regulan el ejercicio del derecho de gracia para acomodarlas a las exigencias propias de un Estado de Derecho de nuestra época. Tengo conciencia de que en esta ocasión mi salida a la palestra es doblemente extemporánea: tardía, porque sobre el tema ya se ha escrito mucho, y a la vez precipitada y prematura, puesto que hasta el momento la gracia en cuestión sólo ha sido anunciada en términos generales, y ejecutada únicamente de manera fragmentaria, en relación con algunos de sus beneficiarios, pero no de todos ellos, el señor Gómez de Liaño entre otros. Quiero pensar que pese a esta doble extemporaneidad, quizás no sea del todo inútil o impertinente, el lector juzgará.Aunque a estas alturas del debate es probable que el lector interesado en estos temas esté ya más que suficientemente instruido sobre la naturaleza de la potestad de gracia y su regulación constitucional, me resulta difícil construir el argumento sin volver sobre ello. Sin recordar que el fundamento de esa potestad, del poder de perdonar, es tanto más débil cuanto más fuerte es la justificación del poder de castigar y que puede decirse sin gran exageración que el esfuerzo secular para racionalizar el poder está dirigido precisamente a hacerla superflua, a prescindir de ella. Cuando el poder de castigar queda en manos de jueces independientes, que ofrecen al acusado todas las posibilidades de defensa, y aplican normas que sólo sancionan las conductas que, directa o indirectamente, vulneran la persona o la libertad o los bienes de los demás y prevén para sancionarlas penas razonables, apenas queda espacio para el poder de perdonar sin incurrir en la arbitrariedad. Teóricamente, ninguno, pero como la realidad nunca se ajusta por entero a la teoría y las normas no pueden prever todas las circunstancias posibles que en la realidad se ofrecen, ni tomar en consideración todos los cambios que en ellas introduce el paso del tiempo, todavía hoy, en el Estado constitucional democrático de nuestro tiempo, ese poder se mantiene como una pieza necesaria. En el intento de prevenir que los Gobiernos abusen de él, las Constituciones lo restringen a lo que parece indispensable para atender exigencias ocasionales de la equidad o la justicia. En este empeño, la nuestra, que atribuye al Rey (es decir, al Gobierno) "el derecho de gracia con arreglo a la ley", prohíbe los indultos generales y los particulares que pudieran concederse en favor del presidente del Gobierno u otros miembros de éste condenados por delitos cometidos en ejercicio de sus funciones. El indulto, esto es, el perdón, o reducción de las penas aún no cumplidas, o su conmutación por otras menos gravosas, no es, sin embargo, la única forma posible del derecho de gracia. Éste puede ejercerse también como amnistía, y de ésta nada se dice en la Constitución.

Del silencio constitucional respecto de la amnistía no se sigue necesariamente su prohibición. Es evidente que las Cortes no pueden autorizar la concesión por el Gobierno de indultos generales, sino sólo de los particulares, los que se otorgan en atención a las circunstancias concretas de cada caso, no a las abstractas que definen una categoría general, pero no es tan evidente que no puedan acordar directamente, mediante ley, el perdón de las penas impuestas en muchos casos distintos que sólo tienen en común un elemento exterior, por así decir, a la conducta de los delincuentes. Por ejemplo, la desaparición del deber cuyo incumplimiento era considerado delictivo cuando las sentencias condenatorias se dictaron. Un perdón de ese género puede ser designado como amnistía y así se le ha llamado en otras épocas.

Lo que distingue el indulto particular del general no es el número de los beneficiarios, sino las circunstancias que se toman en cuenta para otorgarlo. Los centenares de indultos particulares que cada año se conceden no se convertirían en un indulto general aunque su otorgamiento se hiciese mediante una decisión única, ni el indulto que ahora se ha concedido a los condenados por insumisión deja de ser un indulto general aunque se individualicen los Decretos mediante los que se otorga. Aunque es obvio que estimula a desobedecer las leyes tenidas por injustas (e incluso, quizás, por simplemente inconstitucionales), la justificación del perdón es en este caso poco discutible, pero no parece que lo sea mucho más la inadecuación constitucional de la forma utilizada para concederlo. Tanto si, en una interpretación literal, se entiende que lo único que la Constitución prohíbe a las Cortes es que autorice la concesión gubernamental de indultos generales, no que por sí mismas los concedan, como si de su silencio se concluye que no les impide otorgar amnistías, debieron ser las Cortes, no el Gobierno, quienes liberaran a los insumisos de sus condenas.

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La cuestión debatida en relación con el indulto del señor Gómez de Liaño no es la de su forma, sino la de su materia, su contenido, su alcance concreto. En la intención del Gobierno, vigorosamente sostenida por ciertos medios de prensa y radio, el indulto lo restablece como miembro de pleno derecho de la carrera judicial, en la que podrá solicitar el destino que corresponda a su categoría, salvo las limitaciones que, según parece, el propio indulto determina. Para la opinión editorial de este periódico, apoyada por muchas colaboraciones firmadas, es imposible llevar hasta ese extremo la gracia concedida, pues el indulto puede liberar al señor Gómez de Liaño de la inhabilitación especial que, de otro modo, aún pesaría muchos años sobre él, pero no devolverle la condición de juez, que perdió al ejecutarse la sentencia. Aunque proyección de un enfrentamiento político en el que probablemente no soy neutral, y seguro que aun si lo fuera no se me tendría por tal, este debate se plantea en términos jurídicos que me permiten razonar con objetividad. Al menos esa ilusión me hago.

En términos de derecho, se trata de analizar la corrección de dos maneras distintas de entender la pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público con la que el Código Penal castiga, entre otros delitos, el de prevaricación; tanto la de las autoridades y funcionarios públicos (artículo 404) como la de los jueces (artículo 446), aunque en este caso esa pena puede ir acompañada de otras. Se trata de dos interpretaciones recíprocamente excluyentes del artículo 42 del Código Penal, que es el precepto que define el contenido de esa pena diciendo que "produce la privación definitiva del empleo o cargo público sobre el que recayere... Produce además la incapacidad para obtener el mismo u otros análogos durante el tiempo de la condena...". Es esa pobre redacción, que mete en el mismo saco a autoridades y funcionarios y no discrimina entre los distintos géneros de "empleos y cargos públicos", la que hace posible la discrepancia, aunque sería disparatado ver en ella el origen de ésta.

El precepto en cuestión no plantea problema alguno cuando el condenado es una "autoridad" y puramente político el cargo del que la inhabilitación le priva. Un ministro o un alcalde, un diputado o un concejal privados definitivamente de sus cargos, no tienen, como es obvio, título alguno para volver a ellos cuando, por indulto o por el simple transcurso del tiempo, desaparece la inhabilitación. A partir de ese momento podrán ser de nuevo nombrados o elegidos para otros cargos, pero no en absoluto repuestos en los que perdieron. Pero cargos y empleos públicos son también los ocupados por los funcionarios de carrera, entre ellos los jueces, cuyo título para ocuparlos no está en la elección popular o la libre designación del poder, sino (normalmente) en la superación de unas pruebas de acceso cuya superación certifica su capacidad para ejercerlos. La idea de que, una vez obtenida mediante procedimientos burocráticos, esa capacidad para los cargos y empleos públicos se convierte en un título permanente para el ejercicio del poder es la que puede haber llevado, a quienes así piensan, a la conclusión de que "la pérdida definitiva del empleo o cargo sobre el que recayere" que la inhabilitación determina, no priva al condenado de su "título" al ejercicio del poder, al que puede volver sin más cuando la inhabilitación cesa. Dicho en otros términos: para los funcionarios la pena de inhabilitación especial para empleos o cargos públicos sería equivalente a la de suspensión y la duplicidad de penas simple redundancia.

Hay muchas razones de fondo, lógicas y éticas, para considerar absurda una interpretación que haría posible el mantenimiento en la carrera judicial de quien fue condenado por un delito doloso que, si hubiera podido cometerlo antes de ser juez, le habría impedido acceder a ella, pero además de estas razones, esa interpretación choca frontalmente con una curiosa norma que una redacción más cuidadosa y menos apresurada del "Código Penal de la democracia" habría hecho innecesaria, pero de la que es imposible prescindir al aplicarlo. Se trata, en concreto, del párrafo introducido por el artículo 105.2 de la ley 13/1996, en el artículo 37.2 de la Ley de funcionarios civiles del Estado, según el cual "se pierde la condición de funcionario cuando recaiga pena de inhabilitación especial en el ejercicio de las funciones correspondientes al puesto de trabajo o empleo relacionado con esta condición, especificado en la sentencia". La prosa de este precepto es atormentada, pero su sentido es inequívoco: pierde la condición de funcionario quien fue condenado a inhabilitación especial por el ejercicio de funciones inherentes al cargo que ocupaba. Teniéndolo en cuenta, la única interpretación posible del artículo 42 del Código Penal, la que sin duda hará el Tribunal Supremo al aplicar el indulto, no es la que al parecer ha hecho el Gobierno y defienden con pasión sus valedores, sino la que hacen quienes sostienen que el indulto no puede restituir al señor Gómez de Liaño en la condición de juez.

Frente a la pertinencia de tener en cuenta este precepto en el caso que nos ocupa puede aducirse que es una norma dictada para los funcionarios de la Administración civil, no para los de la judicatura y que no cabe la aplicación analógica de las normas penales. Lo primero es cierto, lo segundo, en este caso, más dudoso, pero aun aceptando lo uno y lo otro, es innegable que el precepto existe y que la obligación de acudir a la interpretación sistemática cuando la puramente literal no despeja todas las dudas, fuerza a tenerlo en cuenta para resolver las que origina la letra del artículo 42 del Código Penal. Para pasarlo por alto habría que sostener que la prevaricación del juez es menos grave que la de, por ejemplo, el inspector de Hacienda, o que la oposición de ingreso a la carrera judicial, a diferencia de todas las demás, imprime carácter, que quien la supera es iudex in aeternum.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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