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Tribuna
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Vacas cuerdas

Durante muchos años he estado viendo a un par de vacas en un lugar insólito. No sé si siguen en el mismo sitio, si acaso seguirán vivas (ni siquiera si alguna vez fueron las mismas que había visto anteriormente, o es que todas las vacas, aunque sean distintas, nos parecen iguales, como los pobres o como los chinos). Entrando hacia Moncloa desde la carretera de La Coruña, una vez dejado atrás el palacio presidencial y tomando una circunvalación que siempre huele fatal porque está al lado de una depuradora de agua, entre emes treintas y emes cuarentas y entradas y salidas de autopistas, desde el coche se veía aparecer, hundido en ese entramado de quitamiedos y asfalto, un pequeño pedazo de hierba, milagrosamente verde, en el que pastaba o pacía un par de vacas.Si las vacas son de por sí animales misteriosos, cuyos ojos peculiares, inmensos, parecen ver algo también enorme que escapara a la corta vista de los seres humanos, aquellas vacas desubicadas, o quién sabe si ubicuas, llamaban la atención porque representaban una suerte de tranquila resistencia. En esa granja minúscula, ante una construcción humilde y suficiente que supongo era una vaquería, era absurdo su horizonte de estructuras de hierro y hormigón, el movimiento a su alrededor, aunque ajeno, de coches y autobuses, pero esa perspectiva les proporcionaba al tiempo un escueto privilegio. Al menos, pensé siempre, se tumban en un pedazo de tierra y respiran monóxido de carbono (vacas urbanas, pero vacas al fin), y no desesperanza, angustia y claustrofobia, como tantas otras vacas cuyo hacinamiento hemos podido ver alguna vez en esas granjas de producción masiva. Siempre me pregunté también quién cuidaba a las vacas de la autopista y cuál podría ser su beneficio.

Hace unos días vi en un periódico una foto que parecía normal, tomada en el establo gallego en el que apareció la primera vaca loca. Cuatro vacas miran a la cámara, dos de ellas tumbadas y dos de pie. Una cadena muy gruesa alrededor del cuello las mantiene atadas a una barra horizontal sobre sus cabezas. No pueden dar un paso, sólo dejar caer el cuerpo y doblar las patas para descansar. Parecía normal, porque era la foto de unas vacas en un establo, pero había que fijarse. Mirada atentamente, era la imagen de una tortura. Había visto ya en televisión a otras vacas pastando lentamente en un prado gallego. A su alrededor, podía apreciarse un paisaje casi paradisiaco. Las vacas llevaban atada una soga que unía uno de sus cuernos con una de sus patas delanteras, de modo que apenas pudieran avanzar (¿hacia dónde?); una soga tan tensa que obligaba a la cabeza, al cuello y a parte de la espina dorsal a estar permanentemente torcidas. Se movían torpemente, doloridas, humilladas. Era la imagen de una tortura. Como la que se inflige a los toros, a los cerdos, a los pollos, a los visones, a las focas. La que infligen los humanos torturadores de animales.

Dicen que hay una enfermedad conocida como el mal de las vacas locas, un mal terrible que puede ocasionar la muerte de las personas que consuman esa carne infectada. Dicen que está producida por una molécula (prión) de nombre imposible y que contagia la encefalopatía espongiforme bovina, cuyo veneno se acumula en los tejidos y afecta al cráneo, al cerebro, a la médula espinal, a los ojos, al íleon y a las amígdalas. Yo creo que se acumula en el alma. En el alma de las vacas. Creo que las vacas han terminado por volverse locas de esa tristeza tan antigua que enseñan por los ojos, que ya no pueden más, que han sido muy bondadosas y pacientes y no han podido convencernos de su dolor. Que han enfermado de maltrato de siglos. Hay que estar muy loco para no volverse loco con una vida de martirio, así que quizá las vacas estén tan cuerdas que no resistan más.

Yo lamento el sufrimiento de las personas enfermas, pero me alegro de que la naturaleza haya desenfundado sus armas. No hemos sabido entender el sufrimiento de los animales y ahora tendrá que ser el miedo, y no el respeto y el amor, quien nos aleje del abuso. Puede que esto sea parte del comienzo de una nueva relación con ellos. Según la Asociación de Despojos Cárnicos (sic), en Madrid ya ha descendido en un 80% la venta de productos de casquería, y en los supermercados los carniceros matan el tiempo con los brazos cruzados. A lo mejor las vacas lideran sin saberlo (o sabiendo, quién sabe) una revolución de carácter moral. Lo comido por lo servido.

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