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Noticias de Barbate

Imagínense la escena. Un coche deportivo, de esos que no bajan de los doce millones, a todo gas y desprendiendo un oleaje de musicorras contra los tímpanos de la ciudadanía. Lugar: Avenida del Generalísimo, Barbate, Cádiz. (Al pueblo ya le han quitado el oprobioso apellido, pero a su avenida principal, todavía no). Una pareja de la guardia civil, recién llegada a la plaza en una operación de refuerzo contra los busquimanos, da el alto a la discoteca motorizada. Al volante, un mozalbete de unos dieciséis años. Expresión risueña, como encantado de la vida que está. "Baje el volumen, por favor -requiere el guardia civil, que le dobla en peso y estatura". "No me entero de lo que me dice", argumenta el demandado, sin apagar ni radio ni sonrisa. Es más, subrayando con la cabeza los exquisitos vaivenes del bacalao. "¡Que baje el volumen, por favor!", insiste el benemérito. "¿No ve que no me entero? -reafirma el nuevo Fitipaldi. Acto seguido, el agente introduce una mano por la ventanilla del coche y, con sorprendente precisión, extrae el aparato de música. Silencio repentino. Al busqui se le demuda el semblante. "Documentación, por favor", solicita la autoridad. "¿Y usted quién es para pedirme a mí documentación?", se le ocurre decir al mozalbete. Acto seguido, el guardia civil, con la misma precisión que empleara sobre la radio, extrae al conductor, y por el mismo sitio.La escena continúa por derroteros que ya se figuran ustedes. El final es que el mozalbete probablemente a estas horas ya "se ha trasladado a vivir a El Puerto", según perífrasis de moda en la zona, con la que se significa ingreso en el penal. Ni que decir tiene que llevaba menos papeles que un conejo de monte, cual diría Paco Gandía. Pertenece a esa nueva especie de vividores encantados que, en vez de ir al instituto, va a las playas de Barbate, a recoger fardos de jachís de los que trae el otro oleaje, por encargo. Luego, sobre una centella también motorizada, vulgo amotillo, llevará los productos de esta singular pesca a un lugar convenido, donde lo devolverá a su desconsolado dueño, a razón de trescientas mil pesetas/ bulto. Si la semana se da bien: un millón, dos millones. Y al mes... pues eso.

Otras muchas circunstancias concurren en casos como éste. Las más extendidas son que de ese tráfico viven muchas familias, alrededor de mil, dicen. Algunas de ellas, no todas, sufren el amarre de la flota pesquera. Otras, no todas, se amparan en el amarre para meterse al tráfico. Y mientras la cosa se aclara o no se aclara con el joven rey de Marruecos -otro encantado de la vida- aquello va siendo la ciudad sin ley (aunque últimamente, con lo del refuerzo policial, la población está más tranquila; como será que, en cuanto anochece, ya no queda nadie en las playas); una más de las muchas ciudades tipo western que ya proliferan por la costa andaluza, por distintas razones.

El Defensor del Pueblo, un grupo de fiscales, los profesores del instituto, que ven muy mermada su clientela de varones, y otras personas meramente defensoras de la lógica, solicitan la legalización de este comercio inicuo, con base en un argumento de emergencia: los muchachos deberían volver al instituto.

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