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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

México: aurora con nube

Enrique Krauze

La presidencia de Vicente Fox representa, desde su arranque, un cambio radical de paradigma en la biografía del poder en México. A diferencia de todos los presidentes de México, Fox no es un caudillo militar, ni un jefe revolucionario, abogado, contador o economista: es un empresario. Su propósito expreso es el de encabezar una cruzada múltiple de desarrollo humano en un país de más de 100 millones de habitantes con severos problemas de pobreza, ignorancia, insalubridad e injusticia. Para enfrentarlos, cuenta con un ideario socialcristiano, aunado a un perfil sin precedentes en el gobierno de nuestros países iberoamericanos: el enfoque, la formación, la teoría y método empresariales.Sólo la caricatura ideológica puede reducir este cambio a sus supuestos componentes de clase o imaginar que Fox instrumentará una política neoliberal. Fox es un empresario en el poder, no un empresario del poder. Muchos presidentes -y legiones de servidores públicos- no sirvieron desde el poder, se sirvieron del poder para enriquecerse, lo hicieron con la cuchara grande y hasta con buena conciencia. Fox representa algo muy distinto; de hecho, opuesto. Llega por la vía democrática con la bandera de desterrar la corrupción y predicar con el ejemplo. Como empresario, es ante todo un vendedor y un líder. Tiene una visión de futuro con la cual ha logrado convocar el entusiasmo y la fe de una mayoría ciudadana. Se concibe como un promotor del bienestar nacional. Para lograr resultados sociales mensurables y tangibles -no simbólicos, demagógicos o declarativos-, sabe que debe actuar en equipo y conoce las reglas de la correcta y exigente delegación. Es consciente de que debe ordenar y racionalizar pausadamente un sector público piramidado, costoso e ineficaz. Es un hombre dinámico, práctico y directo, a quien mueve una evidente buena fe.

En un país como México, con sus inmensos rezagos y problemas, la acción pública puede y acaso debe manejarse, en diversas esferas, con criterios empresariales. (Por 60 años prevaleció un manejo corporativo y clientelar, una lógica política en la gestión económica y social). La lógica empresarial en la acción pública, impulsada por un sentido auténtico de misión, es una manera moderna y novedosa de intentar que el servicio que presta el Gobierno (salud, educación, seguridad, comunicación, vivienda, crédito) llegue a tiempo y beneficie en verdad al consumidor, al cliente, al público, al ciudadano.

No sé si todas las propuestas económicas y sociales que mencionó Fox en sus discursos tendrán éxito; estoy seguro de que, en un encuadre macroeconómico responsable, muchas tienen sentido: la atención directa e inmediata a los mexicanos más pobres; el fomento a la microempresa y el microcrédito al turismo y la educación media; el impulso a la descentralización para devolverle autonomía a ese núcleo exangüe que es el municipio; la alerta máxima en el problema del agua y los bosques; la desburocratización del servicio médico; la rigurosa administración que espera a la Comisión Federal de Electricidad y a Pemex.

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Pero en esta aurora de la esperanza económica y social hay una nube: la política. No ignoro la importancia de las propuestas que hizo Fox en esta materia: la paz con dignidad en Chiapas, la introducción del plebiscito y el referéndum, la reiterada oferta de respeto al equilibrio de los poderes, la sola frase "el presidente propone, el Congreso dispone", la voluntad de rendir cuentas, la promesa de respeto irrestricto a la libertad de expresión. Mucho menos dudo de la capacidad, entrega y calidad moral del equipo que conformó. Me preocupa, justamente, la convivencia del espíritu empresarial con la dura pero ineludible realidad de la política. Un país no es una empresa. No hay unidad, integración, acuerdo total posible en la vida de un país, salvo en excepcionales situaciones de guerra. Puede y debe haber zonas de convergencia y un clima general de concordia, pero no la desaparición de las sanas y a menudo profundas diferencias de opinión entre las personas. ¿Qué ocurrirá cuando la natural pluralidad política enfrente al Congreso o la prensa con el proyecto de un presidente carismático?

Es la hora de la verdad, no para la democracia, sino para la república. Si el Congreso acentúa su espíritu de partido o sus intereses personales o sectoriales, el presidente Fox apelará sin duda, legítimamente, a la comunicación directa con el elector. Pero, si esa apelación se vuelve cotidiana (o si recurre a simbologías religiosas), estaremos bordeando, peligrosamente, un paradigma ya no moderno, sino arcaico, de hecho anterior al que predominó en México en el siglo XX: la concentración de poder en la persona -no en la investidura institucional- del presidente. Fox se ha declarado abiertamente contra esta posibilidad, pero las circunstancias políticas, el impulso de su bien ganada popularidad y la tozudez del Congreso pueden enfilarlo hacia allá.

Esto no quiere decir, por supuesto, que el Congreso deba jugar un papel pasivo u obsecuente. Todo lo contrario: debe jugar un papel de notoria y firme responsabilidad. Allí, en ese equilibrio inteligente y juicioso, no en el alarido barato, está la oportunidad histórica para el PRI y el PRD. Pero para verla ambos partidos, sus representantes en el Congreso y sus simpatizantes tienen que actuar de acuerdo con el interés de sus electores, fundamentar con razones cada actuación y recobrar esa tierra de nadie que todos ellos debieron reivindicar desde hace décadas: la herencia histórica que Fox no tocó en su discurso, la del liberalismo clásico del siglo XIX.

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