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Tribuna:AULA LIBRE
Tribuna
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La educación y los contenidos

Cuando a finales de los años setenta, Umberto Eco publicó Apocalípticos e Integrados, la polémica sobre las consecuencias de la cultura de masas había cumplido unos cuantos quinquenios en los Estados Unidos y algunos de los temores de Ortega sobre el devenir de la cultura en las sociedades modernas se habían hecho realidad también en Europa. La crisis cultural ligada al desarrollo de la sociedad de masas no constituye sino una de las expresiones de la crisis más general que provoca la modernidad y atañe a distintas esferas de nuestra vida cotidiana. Por su cercanía y vinculación con la cultura, un ámbito severamente afectado es la educación, hasta el punto de haberse generado una sensación, nunca antes conocida en el mundo educativo, que el pensador catalán Salvador Cardús ha definido en un reciente libro como "el desconcierto de la educación".En este contexto, la ministra de Educación, Pilar del Castillo, ha presentado hace unos días el primer paquete de un conjunto más amplio de reformas, entre las que destaca una revisión general de la LOGSE. Esta primera entrega se concreta en un incremento testimonial de la carga horaria en tres materias y la disminución de la misma en otras dos, la unificación y concreción de los contenidos, curso a curso, en la ESO y el bachillerato, junto a la desaparición de los referidos a valores y procedimientos, y un aumento desmedido de los contenidos conceptuales de todas las materias. Si hacemos un esfuerzo de abstracción con respecto a las discrepancias que desde el punto de vista autonómico, legal, organizativo, económico o político ya se han puesto de manifiesto, tal vez podamos identificar mejor los argumentos que están en la base de la propuesta ministerial. Obviada la cuestión de la movilidad, pueden reducirse esencialmente a dos : el bajo nivel de conocimientos del alumnado y el alto porcentaje de fracaso escolar. (Ver entrevista en EL PAÍS del 12-11-00)

En relación al fracaso escolar, la Ministra se apoya en la constatación de "que uno de cada cuatro alumnos no obtiene siquiera el título de graduado en secundaria". La validez de un dato estadístico depende, lógicamente, de su referencia comparativa. Me parece un excelente dato si se compara, por ejemplo, con los resultados académicos del curso 96/97, en los albores de la Reforma Educativa. En aquel curso, sólo el 83% del alumnado de 16 años seguía en las aulas, frente al 100% actual y, sin embargo, los resultados académicos, en niveles equivalentes al graduado en secundaria, fueron notablemente inferiores. Tal vez por aquello de que hay mentiras, grandes mentiras y estadísticas, mejor será no recurrir a estas últimas. Porque también puede argumentarse que siendo los resultados mejores en términos estadísticos, se aprecia un preocupante descenso del nivel de competencia adquirido. En otras palabras, que va produciéndose una degradación del título de Graduado en Secundaria, consecuencia de la pérdida general de conocimientos y un consiguiente menor nivel de exigencia en secundaria. Esta última hipótesis nos acerca más al problema real, y puede resultar instructivo tratar de analizarla.

El objetivo de que el 100% de los ciudadanos estudie, por lo menos, hasta los 16 años, implica abordar las tareas gemelas de expansión y limitación del conocimiento. Efectivamente, debemos realizar esfuerzos especiales para tratar de acomodar las diferencias socio-económicas y culturales del alumnado. Pero todos estos esfuerzos persiguen, necesariamente, la forma de adaptar nuestros sistemas y prácticas educativas para acomodar tales diferencias, y no el objetivo de erigir una cultura educativa basada sólo, ni fundamentalmente, en las potencialidades de los grupos más favorecidos. Precisamente, para estos últimos, la enseñanza obligatoria no tiene, por lo general, un sentido finalista, tanto menos cuando la propia UNESCO se ha ocupado de insistir en que "la educación durante toda la vida se presenta como una de las llaves de acceso al siglo XXI". Así pues, proteger la promoción educativa y cultural de un amplio grupo social puede conllevar determinados costes para otros grupos o intereses concretos. Y no sería procedente tratar de ocultar esta realidad ni un instante más. Es por ello, que resulta urgente determinar cuál es el punto de encuentro entre intereses y derechos potencialmente en conflicto. Y ésto último nos conduce al análisis del segundo problema, el nivel de conocimientos.

A comienzos del presente siglo Emile Durkheim, uno de los clásicos de la pedagogía francesa, escribía lo siguiente : "Es del todo vano creer que educamos a nuestros hijos según nuestros deseos. Nos vemos impelidos a seguir las reglas que imperan en el medio social en el cual nos desenvolvemos". Uno de los ejemplos de esta permanente adecuación es la amplitud de materias que pretenden abordarse desde los actuales programas de estudio, algunas inexistentes hace tan sólo unos años. La educación artística, musical, tecnológica o el aprendizaje de varios idiomas forman parte de los objetivos y contenidos de la educación obligatoria actual. Por consiguiente, el corpus que integra la formación básica se ha ampliado, y esto es algo que en ningún caso debemos lamentar. Pero ello, lógicamente, implica una redistribución de la carga horaria y de la cantidad de contenidos a impartir en cada materia.

Complementariamente, se delega crecientemente en el sistema educativo la instrucción cívica y moral en estrecha relación con nuestro sistema de valores. Esta peculiaridad de la sociedad moderna proviene de la conjunción entre notables carencias en muchos medios familiares -que han dejado de ejercer su rol fundamental- y la impúdica actitud de otras agencias básicas de socialización, en especial las de determinados medios de comunicación, que en lugar de revisar los contenidos y valores que transmiten, no dudan en responsabilizar al sistema educativo de las carencias y los comportamientos improcedentes de las nuevas generaciones.

Tomando en cuenta todos los objetivos de la actual enseñanza obligatoria y constatando la problemática plural y diversa que la caracteriza, me parece sumamente improbable que pueda confiarse en una solución exitosa insistiendo, casi exclusivamente, en los contenidos. La cuestión no consiste en dilucidar el número de contenidos a impartir, sino en garantizar las mejores condiciones para su impartición. Entre tanto, no parece que las propuestas apocalípticas de contenido unitario garanticen la mejora del conocimiento, sólo gestionable desde el principio de atención a la diversidad.

Ya es tiempo de reconocer, sin rubor, que la enfermedad fundamental que afecta a la educación es la pérdida de la autoridad. Pérdida de prestigio social de la función docente y cuestionamiento permanente de su capacidad para transmitir conocimientos y valores. Por su naturaleza, la institución educativa no puede abdicar de la autoridad, entendida como reconocimiento social, ni convivir con su automática consecuencia, el quebranto del orden.

Educar en un mundo que está confuso exige, necesariamente, actitudes y políticas de distanciamiento para huir sobre todo de las soluciones basadas en los prejuicios, que no tienden sino a agudizar las situaciones de crisis.

No conviene idealizar escenarios muy distintos del actual. Las propuestas destinadas a mermar la igualdad de oportunidades están destinadas al fracaso. El futuro ahondará la multiculturalidad, en consecuencia con la creciente inmigración y, por lo tanto, con las diferencias sociales. Solamente si conseguimos devolver a la escuela y a los docentes la autoridad que todos hemos contribuido a erosionar, si es necesario autonomizando ciertas leyes de la escuela respecto de las de la sociedad en general, podremos aspirar a mejorar el nivel de instrucción y educación de nuestros jóvenes.

Alfonso Unceta Satrustegui es profesor de Sociología y viceconsejero de Educación del Gobierno Vasco.

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