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La ciudad encontradiza

En apenas unas décadas hemos asistido a un apreciable cambio cualitativo en la forma de hacer la ciudad. De la ciudad-plan, teorizable, luego desbordada por la realidad, se ha pasado hoy a la ciudad-negocio, caracterizada por la mayor presencia del mercado en detrimento de la norma, de la regla de medir, y también de la belleza. Si entonces, siguiendo los cánones urbanísticos del movimiento moderno, se llegó a pensar que la construcción de la ciudad conforme a un modelo concreto conducía necesariamente a la convivencia, hoy en día se cree menos en la virtualidad del binomio construir-convivir. De esta forma hemos pasado de la máxima "construyamos de esta manera y conviviremos bien" al "construye como quieras y convive como puedas".En la ciudad-negocio, la densidad suele condensarse en algunas partes del centro, donde se polariza la rentabilidad. A esto corresponde el vaciamiento del corazón residencial tradicional; la población que puede hacerlo se desplaza hacia una periferia dispersa y con frecuencia insolidaria, que empieza a segregarse físicamente mediante infraestructuras que dividen el territorio y separan a los ciudadanos según la categoría de su hábitat. Al mismo tiempo, la ciudad-negocio es presa de una pasión constructiva, víctima de una superabundancia que responde a las directrices de un urbanismo más libertario, que pone en evidencia la voluntad de huir de la complejidad, abandonando a su suerte lo anterior. Esto no es nuevo, sino que se ha dado otras veces. En 1860 se derriban las murallas y la ciudad se extiende como mancha de aceite extramuros. En 1960, la población abandona los cascos viejos y se construyen nuevos ensanches, densos y especulativos, sobre la trama más humanista de los ensanches decimonónicos, y las primeras periferias densas para recibir la avanzada de los contingentes migratorios. En 1980 se produce una diáspora desde el centro ciudad hacia otras periferias, que se densifican con barrios dormitorio o se colonizan con urbanizaciones de adosados. Hablamos, naturalmente, de aquella parte de la población que tiene la capacidad y movilidad necesarias para ir mejorando su situación estratégica en la urbe; los demás se ven sucesivamente relegados a los territorios olvidados por el progreso, ya sean los suburbios o las partes degradadas de los centros históricos.

No se puede, desde una posición ideológica, demonizar la ciudad-negocio, sino que se deben ponderar ciertos factores nuevos introducidos por el mercado que obedecen, sin duda, a nuevas pautas de vida colectiva y a formas diferentes de entender lo urbano, que responden -como no podía ser menos- al fenómeno de la globalización. El urbanismo y la arquitectura globales introducen una dinámica de colonización territorial, y también de dejar atrás territorio quemado, de huida hacia delante, a la que se le deben exigir, cuando menos, criterios de racionalidad. Está por ver si se va a seguir construyendo periferia más allá de la periferia, dejando partes centrales de la ciudad vacías, con las persianas bajas, o si se decide volver al centro. Es fácil prever que el centro se va a recuperar en breve plazo, porque la ciudad dispersa es económicamente insostenible, y el ciudadano ya está echando las cuentas de lo que le cuesta, en tiempo y dinero, desplazarse cada día hasta su puesto de trabajo o su lugar de ocio. El centro es el lugar del encuentro por antonomasia, y en él los verbos que debe conjugar el urbanismo son los de completar, zurcir, rehabilitar, reurbanizar la trama de la ciudad. Hay que tener presente que cuando vuelva a despertar el interés del mercado el centro puede llegar a ser prohibitivo, y a la Administración pública le corresponde conjurar el riesgo de lo que se ha venido a llamar gentrificación -podríamos traducirlo como señorialización-. Sea como fuere, nos quedan sus calles y espacios públicos, de los que nunca hay que desertar.

La ciudad -la existente o la que se está haciendo- debe ser encontradiza, esto es, debe facilitar el encuentro libre, y no necesariamente intencionado, entre los ciudadanos, tanto en los espacios públicos como en los privados. Las infraestructuras de comunicación deben abrazar el tejido urbano, y los equipamientos, convenientemente ubicados, deben facilitar el contacto y, al mismo tiempo, contagiar positivamente su entorno, contribuyendo a incrementar la calidad de vida. En la ciudad se genera una cascada de derechos, que emanan de las categorías superiores de los derechos humanos: el derecho a la vivienda, a la calidad de vida y, por qué no, el derecho al encuentro. La ciudad encontradiza ha de dar a los ciudadanos ocasiones de relación a distintas escalas, la colectiva y la individual en la calle, la plaza, los equipamientos socioculturales; los contactos más débiles o fugaces en el centro comercial o el aeropuerto. También los "no lugares", espacios del encuentro fortuito, pueden ofrecer estas oportunidades.

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Aún quedan cuestiones importantes pendientes en torno a la ciudad, en respuesta a cómo debemos entender contemporáneamente el habitar: la funcionalidad, la gobernabilidad, la subsidiariedad. Entretanto, nos hemos despojado del dirigismo excesivo del urbanismo "moderno", pero con esto la ciudad ha quedado en cierto modo desamparada, en pañales, y se ha dejado de lado el debate integral sobre ella, como si no interesase la reflexión global sobre el hecho urbano. Tenemos que reconocer que su futuro va a depender, en gran medida, de dos factores: su construcción y nuestra convivencia. Su construcción tiene que hacer posible que nos veamos las caras, con lo que esto conlleva de disfrute, pero también de denuncia, y desde ahí, plantearse el reparto de la riqueza, la reivindicación del espacio público y la necesidad de generar belleza. Nuestra convivencia debe sustentarse en la asunción de la diversidad, las tensiones, la complejidad, y no en los falaces mensajes de la raza única, de la masa idéntica en la satisfacción, donde, aparentemente, es posible vivir con la "otredad" como si no significase nada la diferencia cultural, como si no existiese la riqueza y la pobreza. Una convivencia que exige dar dos pasos, uno desde cada lado; donde hay que sustituir la noción de integración por la de confluencia.

Si desde la construcción de la ciudad no se asume el reto de la convivencia, iremos hacia una sectorización feudal en la que unos, establecidos en comunidades cercadas, reclamarán la segregación fiscal, la formalización como microestados federales, para limitarse a costear sus niveles de bienestar y satisfacer su pasión por la sociedad sin riesgos, mientras los otros, los más, quedan desterrados en un territorio anómico donde están relegados todos los males. Entonces ya no tendremos ciudades, sino otra cosa que aún no sabemos como nombrar y que, de entrada, nos espanta.

Xerardo Estévez es arquitecto.

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