Sin himnos
MIGUEL GARCÍA-POSADA. Rusia está buscando letra para su himno. La que tenían no les sirve. Auguro difícil, por no decir imposible, la búsqueda o, por lo menos, su éxito. Los himnos, sus letras, desde luego, son cosa del pasado. Pertenecen al tiempo de las totalidades, cuando una idea interpretaba el mundo: la libertad (La marsellesa), la igualdad fraterna (La Internacional). Sustituir la letra del indescriptible himno soviético no va a ser tarea fácil; tampoco ponerle letra a la delicada música de Mijaíl Glinka, que es el mudo himno actual.
Conozco muy pocos casos, por no decir ninguno, de letras contemporáneas que se hayan impuesto en la memoria colectiva. La letra del himno de Falange no era fea, pero como su intención no puede descartarse, escucharlo pone los pelos de punta de puro terror. Después de la guerra, el régimen franquista decidió ponerle letra al himno español, y aquello no funcionó tampoco, pese a que le encargaron la empresa al vate franquista por excelencia, que se dedicó a hablar del "pueblo español", "que vuelve a resurgir", todo brazo en alto y de esa guisa. Ahora está sin letra, y así, sin letra, está -musicalmente hablando- muy bien.
Lo que más se acerca al himno español es el Asturias, patria querida, que tiene gancho terrestre y poco énfasis ideológico. Pero ya es lo que es, y la cosa no tiene arreglo. En la época republicana parece que hubo intentos de que don Antonio Machado compusiera la letra del himno de la República, con música de Óscar Esplá, y el texto que se conoce, sea o no de él, dista de ser afortunado. No viene en la edición Macrì de Obras completas, pero eso no quiere decir nada. Genial siempre, Beethoven, cuando quiso abrir la sinfonía al canto, se apoyó en Schiller y recurrió al memorable Himno a la alegría. Él le puso música, y el producto es el actual himno de la Unión Europea: idea feliz la de su promotor, aunque excesiva para la noción de Europa, por muy alta que sea, porque la coral de Beethoven / Schiller excede la idea europeísta y es el canto más hermoso a la fraternidad humana que hemos imaginado en este mundo.
Madrid tiene un himno, de letra reciente, que se merece el más piadoso de los silencios, pero es que el letrista, y no lo digo para excusarlo, que tiene poca excusa, se enfrentaba a una misión irresoluble. En los albores -o las postrimerías- del regionalismo, los andalucistas urdieron un himno a Andalucía, que se ha convertido en himno oficial de la comunidad, pero que no me parece vaya a pasar a la historia del género como una obra maestra, y espero que los andalucistas, que no son muchos, no se enfaden por esto.
Con los himnos políticos pasa como con los himnos religiosos, salvando los términos. Cuando venían en latín, tenían un pase; cuando llegaron las lenguas vernáculas, se fueron al garete. La guitarrita y las voces bien intencionadas en la iglesia de quita y pon son enemigas directas de toda -ya- improbable piedad. Y si el gregoriano se hace en vernáculo, adiós al invento. Los himnos en vernáculo de tipo religioso, que soportó nuestra infancia inerme, yo los recuerdo como un engrudo de mucho cuidado. Poetas hubo que en los años cincuenta le pusieran casulla a su musa y así difundieron sus versos en sones de arrepentimiento. Los niños de los cincuenta no se lo perdonaremos nunca, porque eramos obligados a cantar paseando y a ponernos tristísimos y, llegado el caso, a humedecernos las pupilas y darnos un golpe -tres mejor- de pecho: sadismos de nuestra infancia, como dijo Terenci Moix en su mejor libro.
Dicen que los atletas soviéticos añoran la falta de letra de su himno. Tal como están las cosas, mejor es que se queden en la añoranza.
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