Desobediencia y/o violencia
KOLDO UNCETAJean-Marie Muller, en su libro Estrategia de la acción no violenta, en el que planteaba un amplio análisis sobre los fundamentos de la desobediencia civil, señalaba -citando a Paul Ricoeur- que "la primera condición que debe satisfacer una doctrina de la no violencia es la de haber atravesado en todo su espesor el mundo de la violencia", para apuntar a continuación que "sólo entonces se hace posible plantear los problemas concernientes a la no violencia". Viene ésto a cuento de los debates surgidos en los últimos tiempos en el País Vasco, sobre algunas de las últimas actuaciones judiciales contra personas que han defendido o defienden estrategias de desobediencia civil para dirimir algunos de los problemas que nos afectan.
La desobediencia civil se fue abriendo camino, en efecto, como una estrategia orientada a promover la rebelión contra situaciones consideradas injustas aunque fueran legales, desde el convencimiento del efecto pernicioso de la violencia a la hora de enfrentar las mismas. La desobediencia civil cobra todo su sentido en la medida en que se muestra como una alternativa a la violencia, y parte de considerar, además, que ésta última perjudica la extensión de dicha desobediencia. Es, por tanto, una estrategia concebida para abrirse paso frente a la violencia, como una alternativa a la violencia. Por ello, carece de sentido moral, y también de gran parte de su capacidad de incidencia, si no se opone a la violencia, máxime cuando ésta vulnera los derechos básicos de las personas.
En las actuales circunstancias, es importante conocer si la defensa de la desobediencia civil representa una apuesta abierta y decidida por la insumisión frente al poder -como lo ha sido durante tantos años la insumisión al ejército por parte de numerosos jóvenes que han conocido por ello la cárcel, logrando finalmente un respaldo social abrumador- o si, por el contrario, se trata de una defensa orientada conscientemente a complementar la acción violenta. Es importante saber si la "desobediencia civil frente a los Estados español y francés" que se preconiza es una alternativa o un complemento de la violencia. De ello depende su legitimidad.
Ciertamente, si analizamos el asunto desde el punto de vista personal, de la conciencia de cada uno, no podemos saber si un comportamiento individual de desobediencia o de insumisión en este terreno responde a uno u otro análisis, a una u otra actitud. En ese sentido, son rechazables -ya lo he denunciado anteriormente en esta misma columna- los enjuiciamientos de personas por presumir, sin aportar pruebas de ello, que su defensa de la desobediencia se enmarca en un plan de colaboración con la violencia terrorista. Ahora bien, desde el punto de vista político el asunto merece otra valoración. Quienes impulsan la desobediencia civil deberían saber que su estrategia es políticamente estéril y carente de credibilidad si no llevan a cabo paralelamente un claro desmarque y una posición de firme rechazo a la violencia de ETA. Podrán esgrimir que nada les obliga legalmente a ello, y es cierto; podrán decir que su encarcelamiento es injusto, y algunos seguiremos protestando contra el mismo mientras no haya otras acusaciones probadas; podrán decir que su estrategia es autónoma y no está dictada desde ETA, y cada uno valoraremos esas palabras en función de la credibilidad que nos merezca cada individuo.
Pero deberían saber que, más allá de todo esto, la posibilidad de que tal estrategia tenga algún sentido político, alguna incidencia social, alguna credibilidad más allá de los comportamientos individuales, pasa por un rechazo público y firme de la violencia por parte de quienes la impulsan. Porque la desobediencia civil no es una estrategia en modo alguno ajena al respeto a los derechos humanos, sino que parte precisamente de su consideración fundamental. Desde el punto de vista político, de nada valdrá en el futuro seguir apelando a Gandhi o a Luther King, si no se es capaz de defender la desobediencia civil frente a ETA.
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