El Mediterráneo empieza en el Báltico
Hoy hace cinco años culminaba la Conferencia de Barcelona. Europa redescubría el Mediterráneo. Lanzaba un ambicioso proyecto de región articulada entre Norte y doce países del Sur. Económicamente, debía desembocar en una zona de libre cambio para el año 2010; políticamente, en un paraíso de paz, democracia, derechos humanos; socialmente, acercaría los niveles de bienestar de ambas riberas.El diseño era de paternidad europea e inspiración española. Por alumbrarlo pugnaron los Manuel Marín, Jacques Delors y Felipe González -en tensa connivencia con Helmut Kohl durante la cumbre de Cannes-, y Javier Solana, en su calidad de presidente de turno de la Unión Europea (UE). La superioridad de la Euromed respecto a otras regiones económicas, como la del TLC (EE UU, Canadá, México) estribaba en el amplio abanico de países destinatarios y sobre todo en la política de cohesión -trasunto exterior de la existente en el interior de la UE-, una gran novedad, puesto que compensa los costes de la transición al mercado, fomenta el desarrollo endógeno del vecino y estabiliza su frágil arquitectura social.
Cinco años después, el balance de los resultados es mediocre. Las inversiones europeas en la ribera sur apenas se han incrementado. La pobreza, medida en PIB per cápita, ha aumentado, pues si su economía, que representa sólo el 4% del comercio mundial, apenas ha crecido -a diferencia del Extremo Oriente o de América Latina-, la explosión demográfica ha continuado: cada ciudadano corta hoy menor porción del pastel. Se han firmado media docena de acuerdos de asociación (el elemento bilateral Norte-Sur), pero apenas se ha ejecutado un 26% del presupuesto previsto de ayudas europeas: en el caso más dramático, Palestina, sólo ha servido -y ya es mucho- para evitar su desaparición del mapa. La cooperación Sur-Sur sigue en mantillas: el comercio entre los vecinos magrebíes apenas alcanza el 5% de sus transacciones exteriores. Y de los proyectos multilaterales (agua, medio ambiente) sólo hay borradores.
De modo que llevan razón los responsables de esta política en la Comisión Europea, cuando lamentan que "la botella se ha llenado sólo al 10%" de lo deseado, pese a que en este lustro se han sucedido cuatro cumbres ministeriales y decenas de otras reuniones políticas y técnicas.
Por supuesto que la causa principal de estos magros logros radica en el agravamiento del conflicto de Oriente Próximo, que hace cinco años parecía apuntar a su encauzamiento. Desde entonces, casi todo han sido malas noticias. Este conflicto contamina, emponzoña y paraliza el proceso euromediterráneo hasta el punto simbolizado por la ausencia de Siria y Líbano -que sí estuvieron en Barcelona- de la cuarta conferencia ministerial, celebrada en Marsella los pasados días 15 y 16.
Pero han jugado a la contra, también, otros factores. Como la crisis del Ejecutivo de Bruselas (dimisión de Jacques Santer), que puso al horizonte marenostrum bajo sospecha de derechistas y calvinistas interesados, inhibió a los funcionarios y ralentizó la realización de los programas. Como la caída del Sur en la lista de primeras prioridades, tanto por el desentendimiento de algunos países europeos más lejanos como por el surgimiento de otras urgencias (Kosovo), con su correlato del regateo de fondos comunitarios, ya escasos para la política exterior desde el paquete presupuestario de Berlín.
O como la propia dispersión del Sur y los obstáculos para la apertura comercial entre economías nada complementarias. O la propensión al proteccionismo agrícola del Norte, que frenó algunos tratados, por la cortoplacista defensa del tomate nacional (España contra Marruecos), de la flor cortada (Holanda) o del arroz (frente a Egipto). O los flujos migratorios, que, contra toda razón y a favor de todo prejuicio, afianzan las tendencias autoprotectivas de los gobiernos, temerosos de las pulsiones xenófobas, y hacen prevalecer enfoques más policiales que integradores.
Por fortuna, el proceso euromediterráneo, aunque en sordina, sigue vivo. En esta presidencia francesa apuntan atisbos de voluntad para reactivarlo. Y algunos han ofrecido a Bruselas recetas muy prácticas -incremento de funcionarios, simplificación de procedimientos- útiles para acelerarlo. Más aún, Europa cuenta ya con mejores mecanismos de influencia sobre el nudo gordiano del Oriente Próximo.
Pero se echa en falta una lírica (la expresión visible de una idea-fuerza) y una épica (obras y proyectos concretos, tangibles, autodemostrativos) que desborden el marco diplomático y tecnocrático de actuaciones.
Y se echa en falta un motor permanente que mantenga al proceso de Barcelona en la agenda de prioridades. Italia y Francia juegan un papel. España también, con su perseverante vigilancia para conservarlo en los órdenes del día. Pero es insuficiente. No está a la altura del momento fundacional, cuando los españoles lograron incorporar a la agenda europea (y a su presupuesto) las dos apuestas históricas de su política exterior, el Mediterráneo y América Latina, en un vuelco clave contra decenios de retórica.
Pero para lograrlo urge que España juegue en la UE más a las complicidades de largo plazo que a los dividendos a corto. Que vuelva a plantear el "¿qué aporto?" por encima del "¿qué hay de lo mío?". Que modere el nacionalismo de salón -la lucha por el reparto de votos y el sueño de gran país- en beneficio de un empuje comunitarista que a la larga más beneficia al más europeísta y al más necesitado. Es decir, que haga suyo de verdad el gran reto de la ampliación -y sus requisitos institucionales-, porque sólo demostrando que el Noreste interesa al Sur de Europa, el Norte hará suyo de verdad el Sur-Sur. La lucha por el Mediterráneo empieza, así, en el Báltico.
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