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Tribuna
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Dialogar, ¿para qué?

El asesinato de Ernest Lluch no nos dice nada nuevo sobre ETA, nada que no nos tuviéramos dicho y repetido, que ETA siembra la muerte a su antojo, sin tener en cuenta consideraciones que a nadie situado en el lado de acá de esa divisoria trazada por el respeto o el desprecio a la vida del otro se le podrían siquiera ocurrir. Quien ha disparado una vez un arma para conseguir un fin político y encuentra en su medio suficientes complicidades, volverá a repetir una y otra vez en un camino sin retorno. Si además está sostenido por un grupo cerrado y alimentado en este fanatismo de nuestro tiempo que es, en su variante radical, el nacionalismo, pensar en una vuelta atrás o en límites a su acción equivale a oponer buenas intenciones a una despiadada lucha por el poder.Por eso carece de sentido sacar de este atentado cualquier lección que no sea la de derrotar a ETA. En los momentos actuales, cuando caen bajo las balas personas que han defendido el diálogo y la negociación como el camino necesario para la paz, el desánimo y la desolación, que a todos nos envuelve, encuentra una vía de salida en el clamor por el diálogo. Es muy respetable que así sea y dice mucho de la calidad de nuestra democracia, de la incorporación de valores democráticos a nuestro vivir diario, que las manifestaciones multitudinarias, propensas a la expresión de la rabia y de sentimientos de venganza, transcurran en silencio y bajo el signo del consenso y de la paz como supremos valores compartidos por la comunidad política. Pero por muy superiores que esos sentimientos sean en el orden moral, no servirán de nada si no encuentran un cauce político que los haga eficaces. Y la política comienza cuando se habla de fines y de medios para alcanzarlos.

Hay que dialogar, de acuerdo. Pero, después de la voladura del pacto de Lizarra, el diálogo sólo puede tener una finalidad; derrotar a ETA. Si no se entierra la expectativa de que la paz exige a los demócratas buscar las condiciones para que los terroristas abandonen las armas sin perder la cara, no hay posibilidad alguna de diálogo. Pues de lo que se trata aquí es de que ETA ha declarado una guerra a las sociedades vasca y española y nadie convencido de que va ganando una guerra deja las armas para sentarse a dialogar con alguien a quien supone que la va perdiendo. El abandono de las armas sólo se produce cuando las pérdidas derivadas de su uso son superiores a las ganancias. Esto es así desde que existen guerras y nada puede cambiarlo; menos que nada, la voluntad de negociar con quien está no ya dispuesto a matarte, sino que te mata de hecho cuando le tiendes la mano. Tal vez Ernest Lluch habría intentado hablar con quienes venían a matarlo, no lo sabemos; pero el hecho cierto de que quienes venían a matarlo despreciaran esa posibilidad, y le mataran, constituye la prueba irrefutable de que es imposible dialogar con quien está decidido a pegarte un tiro antes de que te sientes a la mesa.

Si todos los partidos democráticos -nacionalistas y constitucionalistas- estuvieran de acuerdo en que el diálogo sólo puede tener la finalidad de derrotar a ETA, sería posible definir con precisión no sólo quiénes habrían de participar en ese diálogo, sino los medios de que se deberían dotar para alcanzar el fin propuesto. Partícipes: todos los demócratas, nacionalistas o no. Medios: una coalición de gobierno sostenida en la más amplia mayoría parlamentaria posible, la que representa al 80% de la sociedad vasca, en la que se incluyen, por orden de votos, PNV, PP, PSOE, EA, IU y UA. ¿Cuál es, entonces, el problema? Pues que el nacionalismo democrático vasco nunca se ha propuesto como objetivo la derrota moral, política y policial de ETA y su mundo, sino su recuperación como parte de una soñada mayoría nacionalista. Y mientras eso sea así, ¿de qué y para qué se puede dialogar?

Que esta pregunta no tenga hoy respuesta da la medida exacta de la desolación provocada por el asesinato de Ernest Lluch.

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