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Tribuna
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Opuestos

Las antiguas cosmogonías tendían a explicar el movimiento como un mecanismo incansable en el que se producía la alternancia de dos energías antagónicas, del mismo valor y distinto signo. Las filosofías presocráticas, los atávicos sistemas orientales se hallan plagados de estas versiones rudimentarias de la física subatómica, donde protones y electrones son sustituidos por fuerzas misteriosas a las que a veces se les otorga un nombre extraído de los catálogos de la poesía. Empédocles, un pensador volcánico que deslumbró a los románticos alemanes y murió arrojándose al Etna, postuló que el entero devenir del universo dependía del enfrentamiento de dos principios contrarios, el Amor y el Odio. Tendemos a ver dualidades por todas partes, porque tendemos a entender que la realidad varía, cambia, viaja de un extremo a otro, jamás se estanca en el mortero, no cristaliza en el vaso. El bien y el mal compendian el dinamismo de la vida ética, el cuerpo y el alma de la psíquica; vida y muerte, azar y necesidad, espíritu y materia son protagonistas de otros rosarios de parejas con los que hemos cartografiado el mundo, con los que lo hemos hecho coincidir con el papel pautado de nuestra inteligencia. Probablemente, la mayoría de esas antítesis no sean ciertas, no más de lo que lo son los meridianos en las superficies de los continentes: pero muchas veces los cerebros, reacios a nadar contra la inercia, hallan que es mucho más cómodo regirse por su funcionamiento de péndulo, por el toma y daca de una alternativa inmemorial.El sevillano vive atado a dicotomías, eternos juegos de opuestos que conforman su identidad desde el momento de nacer. Todavía con ropa de cuna, el padre elige por el recién llegado, en nombre de la estirpe. Luego se comprobará si el nuevo vástago es digno descendiente de su rama o un traidor imperdonable, que los hay. Al nacer, el sevillano es rápidamente adjudicado a uno de los ámbitos geográficos de la ciudad: Sevilla o Triana; encomendado al cuidado de una de sus diosas, la Macarena o la Esperanza; de sus dioses, el Gran Poder o el Cachorro; y, sobre todo, alistado en un ejército, con la impronta de sus colores, banderas, marchas castrenses, Sevilla o Betis. Más tarde llegan fines de semana como el que acabamos de vivir y la ciudad se escinde, se parte en dos, la antítesis alcanza hasta a los estratos más ínfimos de la vida. Uno siente la tentación de tomarlo a risa, si no fuese porque el asunto es serio, todo lo serio que las cosas son en esta ciudad cuando mueven a romper amistades, dar gritos en las tabernas o soportar el insomnio hasta horas intempestivas de la madrugada. Durante una semana, animada por la ficción de su bipolaridad, Sevilla está más viva que nunca: los bares y las barberías bullen de voces y gestos, los taxistas se vuelven más locuaces si cabe, no hay reunión que dejar pasar para volver a reafirmarnos, a defender proclamas y signos que no conservan ningún sentido y que repetimos por una extraña inercia sentimental, porque así nos sentimos más cerca de una enemistad antigua. Y aparte del resultado, que nunca importa, esos enfrentamientos de salón nos conceden el espejismo de que las cosas cambian, de que se han movido de un lado para otro y no siguen encastradas en la solería como los cimientos inamovibles de la Giralda.

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