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Tribuna:LA NUEVA REFORMA LABORAL
Tribuna
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El coste del despido y los desincentivos al empleo

La propuesta del ministro de Trabajo de generalizar la indemnización de 33 días por año en los despidos improcedentes se veía venir desde que se implantó para los despidos objetivos de los contratos de fomento del empleo en 1997. Entonces era tan fuerte la campaña en pro del abaratamiento de los despidos, que los propios sindicatos acabaron aceptándola: se decía que los empresarios no contrataban más fijos por miedo a las elevadas indemnizaciones por despido, y que bajando éstas habría un aumento espectacular de los contratos por tiempo indefinido. Dicho en otros términos, la idea era que si se facilitaba la salida de la empresa se facilitaría automáticamente la entrada en la misma. Muchos no vimos en su momento la lógica de la reforma, pero esperamos a ver. Se nos antojaba una idealización de algo que en principio guardaba sospechosas similitudes con los contratos basura que tanto habían criticado los sindicatos, pero el entusiasmo de los líderes sindicales firmantes del Acuerdo sobre Estabilidad en el Empleo nos hizo vacilar. El paquete de las medidas puestas en marcha era bastante apetitoso, pues comprendía importantes bonificaciones para los empresarios. Aquello podía resultar; los sindicatos estaban a favor y el coste del despido en España es uno de los más caros de Europa.Al tercer año de aplicación de la reforma, y precisamente cuando el ministro anuncia su proclividad a generalizarla, las cifras comienzan a lanzar señales de alarma, o, si se quiere, de estupor. Porque las estadísticas nos indican que los que verdaderamente están creciendo en 2000 no son los contratos de fomento de la contratación indefinida, sino los contratos indefinidos ordinarios, es decir, aquéllos cuya celebración no conlleva ni un despido más barato ni un incentivo económico para el empleador. Así, por ejemplo, en el artículo publicado en EL PAÍS del pasado 25 de octubre citando fuentes de Trabajo, los únicos que han sobrepasado ampliamente ya en septiembre de este año la obtenida el año anterior son los ordinarios, que además muestran un ascenso lento, pero sostenido, desde 1997. En cambio, los contratos de fomento (acogidos a la reforma de 1997) están aún muy lejos de alcanzar las cifras del año pasado, e incluso es probable que no las alcancen a finales de año, a la vista de que los meses que nos quedan, salvo las navidades, son de escasa actividad.Una constatación sonrojante, de difícil explicación, cuyas razones no hay que buscarlas, a mi juicio, en Trabajo mismo; pero que ponen en solfa la eficacia de todo el sistema de incentivos, bonificaciones y demás ayudas que caen como el diluvio sobre los empresarios desde el Estado y las comunidades autónomas, un maná benefactor que se agrega a aquella reforma de los despidos basura de 1997.

Digámoslo tranquilamente: las contrataciones han crecido en 1998 y 1999 porque la economía mundial, y con ella la española, ha disfrutado de un vigoroso ciclo ascendente; pero la cifra de contratos precarios apenas ha bajado un 3% desde 1997, a pesar de todos los barómetros de confianza de los empresarios y de la buena marcha de los negocios. Puede que exista una causa distinta a la de los despidos caros, que impide a los empresarios comprometerse con más empleos de los mínimos, a diferencia de los norteamericanos, holandeses o británicos, e incluso de los demás empresarios europeos, cuyo índice de contrataciones precarias está muy por debajo del español.

Si nos preguntamos cuál puede ser el motivo por el que el empresario autóctono se lo piensa bastante antes de ampliar su plantilla, y cuando lo hace es por un tiempo limitado, no creo que la respuesta consista en que ya está pensando en lo caro que le resulta el despido, sino más bien en lo caro que le sale el contrato mismo. Aunque puede parecer chocante, entre empresario y trabajador se establece algo similar a un vínculo matrimonial, a cuya virtud ambos se obligan a convivir durante muchas horas al día por el tiempo que dure el enlace, y en tales ocasiones uno piensa más en las virtudes del otro (ventajas y desventajas) y en los gastos inmediatos, más que en las dificultades para escapar de esa persona que tanto necesita. Cuando el empresario enamorado hace las cuentas a la hora de dar el paso adelante, lo que se le hace difícil es que junto al salario debe satisfacer una cantidad muy elevada para la Seguridad Social, pagadera mes a mes durante toda la vida del contrato. Expliquemos por qué.

Hay un dato impresionante en las comparaciones con los demás países de la UE, sobre el costo del empleo en España.No es el coste laboral unitario, lo que paga globalmente el empresario español por su trabajador, pero es uno de sus elementos. Los empresarios abonan más cotizaciones a la Seguridad Social que ningún otro de la UE, pues el 52% de los ingresos del sistema aseguratorio público viene de ellos. De inmediato hay que introducir dos elementos correctores: el del que el coste global por trabajador es uno de los más baratos de Europa, lo que significa que los salarios son muy reducidos, y el que el Estado aporta a la Seguridad Social una de las cifras más bajas de la UE, el 27,5%.

Los Pactos de Toledo advirtieron del problema, pero poco se ha hecho desde 1995 para remediarlo. Se han reducido algo las cotizaciones, ha aumentado algo la aportación estatal, ciertos impuestos ya no tienen en cuenta el número de empleados, pero seguimos a la cabeza en cotización y a la cola en aportación pública. Si tomamos, en cambio, las cifras de un país famoso por su vitalidad en el empleo y sus óptimas relaciones sindicales, Holanda, constataremos que los empresarios cubren el 23,2% de la Seguridad Social. Pueden competir en cualquier mercado y el empresario no tiene grandes reparos en contratar abundante plantilla.

Pero si bajamos la cotización de los empleadores, habrá que subir la de alguno de los otros implicados, o las de todos los demás. A mi juicio, la solución no puede incrementar las cuotas del trabajador, cuyos ingresos son ya escasos. Es el Estado quien debe aumentar sus aportaciones, quizá suprimiendo tantas bonificaciones y exenciones innecesarias o superfluas, y aprovechando el momento económico. Hay que cambiar la filosofía de ese artículo 86 de la Ley General de Seguridad Social al hablar de la financiación del sistema aseguratorio, cuando dice que son contributivas todas las prestaciones del sistema, excepto las que indica a continuación, pues nos sugiere que el Estado interviene subsidiariamente, como un invitado generoso; pero, a fin de cuentas, sin la responsabilidad en la cobertura de los infortunios sociales. Si tratáramos de ver qué contingencia hubieran de asumir las arcas públicas en descargo de las empresariales, diría que posiblemente la del desempleo, o una parte del mismo, aunque el tema es complejo.

No debe darnos miedo asumir por la vía de los impuestos generales un coste que hasta el momento se asigna a los empresarios, pues probablemente se recupere en su totalidad por la vía del afloramiento de la economía sumergida y de la mayor competitividad de los productos españoles, además de suprimir las bonificaciones superfluas.

Termino con una reflexión. Si los despidos basura han fracasado, la experiencia debe terminar en el tiempo previsto por la ley que los puso en marcha. Un despido arbitrario no debe costar barato, debiera ser nulo. Cosa bien distinta es clarificar el galimatías de los despidos objetivos. Pero a ellos no aludía la propuesta del ministro.

Antonio Ojeda Avilés es catedrático de Derecho del Trabajo de la Universidad de Sevilla

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