La ley del silencio
El asesinato frustrado de Aurora Intxausti (redactora de EL PAÍS en San Sebastián), de su marido Juan Francisco Palomo (periodista de Antena 3 Televisión) y de su hijo de año y medio, salvados por azar el pasado viernes de una trampa mortal tendida por ETA en el descansillo de su piso, muestra la completa ausencia de frenos éticos en la brutal ofensiva lanzada por la banda terrorista para silenciar las informaciones veraces y las opiniones libres dirigidas a dar cuenta de la situación de opresión, intimidación y chantaje en que malviven los ciudadanos vascos ajenos a la ideología nacionalista. La alternativa ofrecida a quienes tratan de hacer frente con la palabra al fanatismo terrorista es tan cruel como diáfana: o se marchan de su país, o esperan a pie firme la ejecución de una sentencia de muerte ya dictada. Tras el exilio forzoso de profesores como Jon Juaristi, José María Portillo o Mikel Azurmendi y del músico Inmanol, esa estrategia de la disuasión (lárgate o te liquidamos) ha tomado como blanco principal a los periodistas: si el espejo de la prensa refleja la realidad y desmiente a los embaucadores, la solución será romperlo en mil añicos matando antes a sus profesionales.Las intimidaciones de la mafia sólo son efectivas si los amenazados escarmientan en cabeza ajena; en el caso de los periodistas vascos, los administradores de la ley del silencio no se limitan a apedrear los escaparates de sus oficinas (como los hitlerianos con las tiendas de los judíos en la noche de los cristales rotos) y a darles palizas (como sucedía en los muelles neoyorquinos de la película de Elia Kazan) sino que también tratan de cobrarse con sus vidas. Un Estado democrático de Derecho no puede aceptar, sin embargo, que los amenazados por ETA se vean obligados a elegir entre el exilio y el peligro de ser asesinados. El Gobierno de Aznar tiene que asumir, sin duda, sus responsabilidades al respecto; pero al Gobierno de Vitoria le corresponde un papel todavía mas decisivo en la tarea de proteger a los ciudadanos vascos (sean o no intelectuales y periodistas) y de investigar y perseguir las tramas civiles, políticas y armadas de ETA con la policía autónoma.
Los dirigentes y portavoces del PNV -la formación política que gobierna desde hace veinte años el País Vasco- suelen protestar indignadamente de los intentos de meter en el mismo saco criminal a los nacionalistas moderados, a los nacionalistas radicales de EH y a ETA. Con independencia de la razón que pudiera asistirle para rechazar las formulaciones mas toscas y crudas de tales acusaciones, la actual cúpula del PNV debería analizar las implicaciones objetivas de sus pronunciamientos relacionados con la libertad de expresión. Probablemente la costumbre de agrupar a los periodistas ajenos a la buena prensa (otra herencia del carlismo) bajo los rótulos descalificatorios de gloriosa infantería (inventado por un colaborador del ex ministro Belloch) y División Acorazada Brunete (debido al ingenio de Anasagasti) no ha inducido a la banda terrorista a tratar de asesinar a Aurora Intxausti, Juan Francisco Palomo y su hijo de año y medio, pero tampoco constituye precisamente un gesto de solidaridad con los profesionales de la prensa vasca amenazados por ETA. Aunque el subdirector de Deia condene los crímenes terroristas, la seguridad de los columnistas de EL PAÍS no debe especial agradecimiento a Xabier Lapitz, que les nomina para un imaginario "premio de periodismo Duque de Ahumada" y les considera "carne de psiquiatra", "guardianes de la violencia cuartelera", "pijos de la cultura oficial" y "oráculo de los GAL" mientras la banda terrorista se dispone a asesinarlos.
Pepe Rei, antiguo jefe de investigación del diario Egin procesado por colaboración con banda armada, enarbola la libertad de expresión para justificar su sacrosanto derecho a publicar una revista y a editar un vídeo dedicados a denunciar a periodistas -como Aurora Intxausti y Juan Francisco Palomo-a los que luego ETA intenta asesinar. Pocas veces el doble lenguaje inventado por Orwell en 1984 como rasgo propio de los sistemas totalitarios ha llegado a esos extremos de virtuosismo. Vistas las cosas desde esa perspectiva, el eventual encaje del comportamiento de Pepe Rei dentro de alguno de los tipos delictivos definidos en el Código Penal resulta un asunto menor; la cuestión central es que -como dijo en su día el juez estadounidense Oliver Wendell Holmes- no existen razones para invocar el amparo constitucional a la libertad de expresión cuando las palabras crean un riesgo claro e inminente de daños para terceros.
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