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El cultivo de lo peor MANUEL CRUZ

Manuel Cruz

Dicen los que se dedican a esto que en política la administra-ción de los tiempos es un asunto rigurosamente fundamental. Tengo para mí que la estrategia elaborada por el PP en relación con el País Vasco tenía fecha de caducidad y que, lo que quizá sea más importante, dicha fecha ya ha sido sobrepasada. Digo esto porque el transcurso de los días y, sobre todo, la cadencia macabra de las acciones terroristas parecen poner en evidencia que, por segunda vez (la primera fue cuando se trataba de derribar a Felipe González), los conservadores habían decidido que todo vale con tal de acceder al poder, en esta ocasión en la gobernación del País Vasco. La estrategia funcionaba en la medida en que el partido por desalojar, el PNV, perseverara una y otra vez en los errores que en gran medida están en el origen de la situación actual y que, por tanto, la alternancia fuera vista por el electorado como una cuestión de todo punto inaplazable.Pero la situación experimenta un cambio significativo desde el momento en que los nacionalistas vascos inician un tímido, vergonzante y desde luego insuficiente proceso de rectificación, orientado, según parece, a ganar tiempo. En ese momento el PP salta como activado por un resorte y pone todo su empeño en dificultar ese proceso, en cegarles todas las salidas, sea a base de ponerles condiciones que sabe con toda seguridad que son inasumibles (por ejemplo, exigiendo la dimisión de la actual dirección del PNV), sea saboteando cualquier iniciativa que puedan emprender, aunque sea en la dirección adecuada (como sucedió con su negativa a participar en la manifestación convocada por el lehendakari, tomada sin conocer el lema que la iba a presidir) o participando activamente en la expulsión del PNV de la interna-cional democristiana, por mencionar sólo algunas zancadillas.

Nada que objetar a la exigencia de populares (y socialistas) de adelanto de las elecciones vascas: muy probablemente represente la única salida para un Gobierno que ha perdido toda su legitimidad política después que EH ha abandonado el Parlamento vasco. Pero lo malo de esa propuesta es que no parece haber atendido a dos frentes. Por una parte, no ha sabido explicar por qué la tan anhelada alternancia iba a significar un cambio radical en la situación, más allá de cerrar definitivamente un proyecto político hace tiempo agotado. A estas alturas nadie sabe qué formulas aplicaría un presumible lehendakari del PP para desatascar lo que ahora está taponado. Por otra -asunto que tal vez resulte ahora más grave-, este partido no ha previsto qué hacer para el caso de que Ibarretxe no atendiera las exigencias de adelanto y se ha limitado a reiterar hasta la extenuación dicha exigencia.

No ser nacionalista tiene, además de múltiples inconvenientes de orden práctico, alguna ventaja teórica. Por ejemplo, la de afinar la sensibilidad ante determinados excesos, precisamente porque resultan sobradamente conocidos. El PP está jugando, con la acreditada irresponsabilidad de que dio muestras cuando estaba en la oposición, una carta francamente peligrosa: está azuzando los demonios del peor españolismo a base de propiciar una identificación mecánica entre nacionalismo vasco y violencia. El peligro de esto es el efecto bumerán que puede desencadenar, el "cerco recíproco" -por decirlo a la gramsciana manera- que parece estar provocando. El lema ETA no, vascos sí no puede ir acompañado -como ocurrió en la reciente manifestación en Madrid en respuesta al asesinato del magistrado del Supremo José Francisco Querol, su escolta y el chófer-, de descalificaciones a los nacionalistas porque entonces, ¿a favor de qué vascos estamos gritando?, ¿de los vascos no nacionalistas exclusivamente? En algún momento (¿cuándo?: ¿antes o ahora?) Aznar debió de decir cosas que no creía porque poco tienen que ver sus belicosas declaraciones actuales con las sensatas proclamaciones a favor de la España plural (en este grupo no incluyo la inefable ocasión en que llegó a aludir al "MNLV" para referirse a lo que siempre había denominado "ETA y su entorno") que hacía durante la legislatura pasada.

Está claro el orden de responsabilidades. Nada de lo anterior debe hacer que se confunda al enemigo principal -eso por descontado-. También parece clara la responsabilidad de los propios nacionalismos en la mala imagen de sus respectivas comunidades (victimista e insolidaria, por subrayar sus más feos trazos) que en el resto de España se ha ido configurando, incluso en quienes partían de una abierta simpatía inicial. Pero, dicho todo esto (o, mejor, reiterado, como el que reitera los gritos de ordenanza), hay que añadir que si hay salida a la actual situación, no se encuentra en la dirección de atizar el fuego sagrado de ninguna variante de unitarismo, cuyo espectacular crecimiento por toda nuestra geografía se puede constatar fácilmente a poco que se viaje.

Los tiempos en la historia son largos y lentos. En nuestra memoria colectiva permanecen, como heridas abiertas, los agravios sufridos (¿hay alguien que no tenga una humillación por evocar?). Pero precisamente por eso, urge la pedagogía de lo nuevo, de aquello que no podemos alimentar a base de recuerdos. Lo fácil es regresar, una y otra vez, a los relatos acordados, a los mitos fundacionales, aunque sean mentira. Pero esta autocomplacencia en lo que nos gustaría pensar que fuimos, lejos de permitirnos avanzar, se está convirtiendo, día a día, en el mayor de los obstáculos. No cuestiono que el imperativo mayor en este momento sea el de la justicia. Pero a dicho imperativo habrá de seguirle el de la paz y el de la reconciliación de todo un pueblo. Con otras palabras: tarde o temprano, llegará la hora del perdón. Y quizá llegue un poco antes si no nos dedicamos a cultivar lo peor de nosotros mismos.

Manuel Cruz es catedrático de filosofía en la Universidad de Barcelona.

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