París evoca al gran Nijinski
El bailarín y coreógrafo ruso murió hace 50 años, después de haber revolucionado la danza
La instantánea de Jean Manzon ha quedado como una de las imágenes que concentran todos los misterios del siglo XX: un hombre adulto, traje gris, pelo escaso y mirada ensimismada, levanta el vuelo. Sus brazos, aleteantes, lo prueban con igual fuerza que los 20 centímetros que separan los pies del suelo. Ese hombre que se eleva es Vaslav Nijinski, recién cumplidos los 50 años de edad. Desde hacía veinte nadie le había visto realizar un solo paso de baile.La fama de Nijinski, su leyenda, es tanto mayor cuanto más mítico es su arte. Entre 1907, año en que debuta como solista, y el 19 de enero de 1919 -los números, en el caso de Nijinski, también parecen guardar secretos-, día en que actúa por última vez ante el público de Saint-Moritz, en una gala a beneficio de la Cruz Roja, la danza ha cambiado de su mano. Cuando llega a París en 1909 la ciudad le corona de inmediato como el mejor bailarín que jamás ha visto. Sus saltos y entrechats superan lo conocido, su expresividad de atleta es vista como el súmmum de la modernidad.
Cada año la temporada parisina de los ballets rusos de Sergeuéi Diaghilev se convierte en un hito, y Nijinski, con tan sólo cuatro coreografías, inventa la danza moderna. El estreno de La consagración de la primavera, el 29 de mayo de 1913, es motivo de un enorme escándalo, de un enfrentamiento abierto entre la tradición y lo nuevo, entre la academia y las posiciones naturales defendidas por Nijinski. Un año antes L'après-midi d'un faune ya había servido para que una parte de la crítica se desencadenase contra "la bestialidad erótica y los gestos de pesado impudor" del creador. De todo eso, de las batallas artísticas del momento, nos quedan fotos, dibujos, artículos, pinturas y el testimonio oral de quienes asistieron a la eclosión de una forma de arte distinta. Pero no se conserva -¿no existe?- ninguna película de las proezas de Nijinski. ¿Por qué? De entrada, porque Diaghilev prohibía la entrada de las cámaras en los teatros donde actuaba su compañía; luego, porque la propia danza, acostumbrada a existir sólo en el instante y en la memoria, de ser gestos escritos en el aire, no había tomado conciencia de las posibilidades documentales del cine.
La exposición del Museo de Orsay, que permanecerá abierta hasta el 18 de febrero de 2001, intenta lo imposible, no sólo explicar quién fue Nijinski, sino también el porqué su aparición marca un antes y un después para la danza. La lista de artistas convocados para la ocasión es impresionante: Jean Cocteau, Barry Flanagan, Max Jacob, Gustav Klimt, Aristide Maillol, Auguste Rodin, Amedeo Modigliani, Roberto Montenegro, Antoine Bourdelle, Duncan Grant, Oskar Kokoschka, Jacques-Emile Blanche o Léon Bakst figuran entre los que fueron seducidos por los movimientos del bailarín. Cocteau lo dibuja como un centauro, Bakst lo prefiere bañista, Modigliani lo feminiza, Klimt lo ve como un soñador, Montenegro lo transforma en héroe modernista, Bourdelle lo reenvía a la antigüedad clásica. El bailarín despierta el deseo y la imaginación de los demás; es visto de mil maneras y el puzzle resultante está ahora en el museo parisino.
Poco antes de enloquecer, de anunciar que iba "a casarse con Dios", Nijinski había emprendido una tarea ambiciosa y que hubiera podido modificar el caleidoscopio de su personalidad contada por los demás: inventó un sistema de transcripción de sus coreografías que mejoraba el de Stepanov, un sistema que había aprendido en la escuela, en San Petersburgo. La locura -¿esquizofrenia?- le alcanzó antes de que pudiera hacerlo comprensible a los demás de modo que el principal intento de explicación y supervivencia de su trabajo es hoy sólo una pieza más del misterio.
La biografía de Nijinski suministra algunas pistas, pues sus tempestuosos amores homosexuales se entremezclan con el deseo de fundar una familia apacible, la sífilis con las lecturas de Nietzsche, el ciclón mundano se alterna con su detención como prisionero de guerra, la provocación con el misticismo. En una vitrina se ve un cuaderno en el que Nijinski copiaba de manera compulsiva, como el Jack Nicholson de Shining, una misma frase: "Soy un hombre que no es un hombre". Y en los oídos de todos resuena aún la última frase que pronunciara ante el público para anunciar que dejaba de bailar: "Le petit cheval est fatigué" (el caballito está cansado).
Babelia
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