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Ganar credibilidad JOAN B. CULLA I CLARÀ

Vaya por delante el reconocimiento de que, con su conferencia de la pasada semana en el paraninfo de la Universidad de Barcelona, Josep Antoni Duran Lleida protagonizó un acto de valentía y de clarificación políticas: ha dado un paso al frente y ha puesto sus cartas boca arriba. A partir de ahí, partidarios, adversarios y observadores pueden -podemos- abandonar ya el resbaladizo terreno de los juicios de intenciones para entrar en el campo de las opiniones fundamentadas, lo cual es muy de agradecer.Como era esperable de su alta profesionalidad, en el solemne discurso de Duran se encuentran enunciados aquellos temas y propósitos que constituyen hoy en Occidente la agenda de lo políticamente correcto: el fortalecimiento de la cohesión social frente a los retos de la nueva pobreza o de la inmigración, el énfasis en la educación de calidad y en la investigación + desarrollo, la conciliación entre progreso económico y sostenibilidad medioambiental, el compromiso con la regeneración democrática, etcétera; asuntos, todos, de la mayor importancia, pero que singularizan poco una oferta de futuro.

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Menos común resulta ya ver a un dirigente de partido y de gobierno como lo es el líder de Unió empuñando el bisturí de la autocrítica para reconocer que "hay desconcierto en el ámbito nacionalista hegemónico en Cataluña" y que se precisa una renovación, para describir sin tapujos el declive registrado por CiU a lo largo del último ciclo electoral, para señalar que, a propósito de las eventuales reformas constitucional y estatutaria, ha abundado mucho más el verbalismo que el rigor. Ahora bien, el núcleo distintivo, programático, del mensaje de Duran Lleida se halla en su cautelosa pero firme propuesta revisionista del pensamiento y de la praxis nacionalistas. Revisión doctrinal, abandonando unos "esencialismos e historicismos caducos" -de los que el orador no señaló ningún ejemplo- para encontrarle al hecho nacional utilidades prácticas; revisión terminológica, sustituyendo el denostado nacionalismo por ese mirífico catalanismo político al que todos quieren adscribirse; revisión estratégica y táctica, arrumbando cualquier veleidad, incluso cualquier apariencia independentista o soberanista y acentuando la disposición a participar en el gobierno de España.

Como ya hicieron notar en su día los cronistas del acto, la exposición del consejero de Gobernación resultó más novedosa por el contexto y la liturgia que por el contenido. Muchas de sus ideas-fuerza -las limitaciones de un discurso meramente identitario, la necesidad del acento social, el rechazo del testimonialismo...- habían sido ya divulgadas por el propio Duran a lo largo de los últimos años, y alguna de las preguntas que planteó tiene una respuesta tan obvia que incluso yo me atrevo con ella: ¿interesa aún el nacionalismo al conjunto de la sociedad catalana? -se interrogaba el conferenciante-. Pues depende. Si, con un gobierno nacionalista, resulta que entre los 20 mejores hospitales públicos de España 13 se hallan en Cataluña, entonces interesa; si, con un gobierno nacionalista, estalla el caso Pallerols, el departamento del ramo no está a la altura y 10.300 millones quedan en el alero, en ese caso el interés social por el nacionalismo va a disminuir sensiblemente.

Siendo así, por tanto, que la toma de posición de J. A. Duran Lleida extrae su importancia y adquiere su sentido de y en la perspectiva sucesoria que se ha abierto en el seno de Convergència i Unió, las tesis suavemente revisionistas que aquél expuso el pasado 25 de octubre chocan, a mi juicio, con un par de problemas considerables. Uno de ellos es que las carreras por la sucesión de políticos del tipo de Jordi Pujol o de Felipe González no se dirimen tanto en términos de programa como de credibilidad. Si el líder inspira confianza, si resulta creíble en el terreno que reclama como propio - "el nacionalismo", o "la izquierda"-, los compromisos programáticos son irrelevantes y faltar a ellos le sale gratis, o poco menos. ¿Recuerdan las piruetas de González con la OTAN o a cuenta de los puestos de trabajo que iba a crear? ¿Y no hemos visto a Pujol, durante 20 años, haciendo toda clase de malabarismos entre las insuficiencias del Estatut y "España, una realidad entrañable", entre el síndrome lituano y el pacto del Majestic? Pues bien, me parece que el señor Duran parte de un planteamiento nacional demasiado defensivo, acomplejado y timorato (no al independentismo, no al soberanismo, no incluso a la palabra "nacionalismo") como para conquistar la capacidad de síntesis y hasta de contradicción de aquel a quien aspira a suceder.

Y luego está la cuestión de los condicionantes externos. Podrá atribuirse a la mala suerte, pero lo cierto es que la puesta de largo del dirigente democristiano como aspirante a delfín tiene lugar en medio del clima político que una columna del colega y amigo Javier Tusell describía recientemente así: "De la actitud del PP lo que se trasluce es la creencia de que los males de España derivan del nacionalismo periférico y de que con un poco de firmeza y decisión, ahora que existe una mayoría absoluta, será posible disiparlos". Es el clima de ofensiva españolista dentro del cual la ministra Pilar del Castillo prepara con el mayor sigilo esa reforma de las Humanidades que asegure "la vertebración educativa" del Estado e imponga a todas las comunidades autónomas una versión única y unificada de la Historia de España, inspirada (véase La Vanguardia del pasado 27 de octubre) en el modelo francés, ¡el del país más uniformista de Europa! Forzoso es admitir que, en esta tesitura, los llamamientos de Duran a "abandonar historicismos caducos" resultan un tanto ingenuos...

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En fin, bienvenidos sean la franca delimitación de posturas, el debate abierto y el autoexamen crítico en el seno del nacionalismo catalán, pero ¡qué curioso que el nacionalismo español sea tan inmune a los complejos de obsolescencia y a los pruritos revisionistas.

Joan B. Culla es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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