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Reportaje:

Una tarde para recordar a los muertos

A las tres de la tarde, el cementerio de la Almudena parecía ayer, más que nunca, un camposanto. Sólo la presencia en las tumbas de las margaritas, los claveles, las rosas y los amarantos con sus tonos encendidos eran la prueba de que unas horas antes miles de personas habían estado allí para visitar a sus familiares y amigos en el día de Todos los Santos.Raimunda Aguado, una mujer de 83 años, nacida en Segovia y residente en Madrid, desconoce el origen de esta fecha religiosa. Pero no le importa demasiado. "Yo sé que hoy es el día de Todos los Santos, y mañana de las Almas. ¿De dónde viene? No lo sé, pero estoy aquí cada 1 de noviembre desde hace 50 años", cuenta casi con nostalgia.

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Ya son más de las tres y el viento helado comienza a soplar con fuerza. Sólo se oye el murmullo de los árboles y el correr en el suelo de las hojas amarillas del otoño. Raimunda se queda parada frente a la tumba de su marido y cae en la cuenta de que la cabecera está partida en pedazos. "No me explicó qué pasó. Se me ha hecho un nudo en la garganta", dice. "Lo que más me duele", añade, "es que la cabecera tenía la Virgen de la Vega, de la que él era muy devoto".En 50 años de visita ininterrumpida al cementerio, Raimunda dice que este día "ya no es como antes". "Cuando murió mi marido, yo recuerdo que esto era una romería. Había gente a todas horas. Lo que pasa es que ahora la gente viene en coche, deja las flores y se va. Antes hasta había un sacerdote al que uno le podía pedir que rezara un responso, pero ya ni eso". "Yo cada vez veo esto más triste", añade, fijando la mirada en el horizonte. "¿Ve?, no hay nadie".

En medio de esta tarde limpia y fría, Raimunda se deja llevar por los recuerdos y cuenta que el hombre que yace bajo esa tumba de cemento fue el único en su vida. "¿Sabe usted?, yo pude haberme casado después, pero nunca quise, nunca quise ponerle un padrastro a mi hijo", dice emocionada. Su esposo, que sólo tenía 39 años, murió, dice Raimunda, "por un error médico". "Le operaron para sacarle un riñón. Y resulta que no tenía nada y aun así se lo sacaron. Mire usted lo que me tocó a mí. Dése cuenta si no habré sufrido. Mi hijo sólo iba a cumplir un año".

Cuando Raimunda termina su historia, ya son más de las cuatro y comienza otra vez un incesante flujo de coches. Afuera, los policías municipales tienen que hacer múltiples esfuerzos para controlar la llegada de vehículos. En este momento se reactiva también la venta de flores y los comerciantes exhiben lo mejor de su género. "Crisantemos, gladiolos, rosas, tengo lo que quiera", le dice un vendedor a una mujer que se dispone a entrar al camposanto.

Hasta este lugar, ocupado por 111 hectáreas de lápidas, llegan familias enteras para visitar a sus muertos. Muchos, como dijo antes Raimunda, se limitan a poner las flores y a marcharse de inmediato. Otros, en cambio, permanecen más tiempo.

Así ocurre con Mabel y Pepe. Llevan toda la mañana deambulando por el cementerio. No llevan flores en las manos y no buscan una tumba en particular. En realidad, no visitan a nadie. Los dos son bolivianos y, junto a sus hijos, evocan esta fecha sagrada. "Venimos porque somos cristianos y la tradición nos obliga. En nuestro país este día es especial y la ciudad entera se vuelca en los cementerios. Hoy sentíamos que debíamos venir a rezar por nuestros muertos, aunque no estén aquí, y por las almas olvidadas, de las que nadie se acuerda", dicen.

Los dos cementerios más grandes de Madrid, el de la Almudena y el de Carabanchel, recibieron ayer gran afluencia de público, lo que originó circulación intensa a la entrada de los camposantos, aunque "no grandes problemas de tráfico", según fuentes de la Policía Municipal. No obstante, en la entrada al cementerio de Carabanchel, en la M-421, se registraba a primera hora de la tarde una cola de dos kilómetros, según la Dirección General de Tráfico. Se calcula que alrededor de un millón de personas visitaron ayer los 22 cementerios que hay en Madrid.

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