La paradoja de la escolta
Luis Portero fue la primera víctima de ETA a quien he conocido personalmente. Jesús Escudero García, la segunda. No tuve trato especial con él, pero supongo que intercambiamos alguna palabra en los pasillos de los juzgados. Cuando vi su fotografía en las ediciones electrónicas de los diarios me embargó el estupor, un estupor diferente al que nace al contemplar el rostro de las víctimas desconocidas, tocado por la cercanía y por la intución de haberlo visto vivo. ¿Cuántas veces? No sé, es imposible recordar con precisión, pero la memoria no se da por vencida y rebusca en su archivo neblinoso, rastrea las circunstancias y los años buscando una imagen de vida para contrarrestar la de la muerte. La indignación que produce el asesinato es la misma, pero el conocimiento de la víctima ensancha la sorpresa y extiende una sensación de confusión e impotencia muy particular.Jesús Escudero trabajaba ocasionalmente de escolta; sus compañeros dicen que para obtener unos ingresos extras con que costear los estudios de sus hijos. Dando escolta a un magistrador del Tribunal Supremo murió, y es aquí donde se revela el absurdo de ciertas controversias suscitadas al hilo de la muerte violenta. En Granada el terror etarra ha disparado la demanda de escoltas, y las empresas de seguridad han tenido que recurrir a guardaspaldas de otras provincias y aun así la oferta es insuficiente.
Sí, en Granada se han agotado los vigilantes, como en las panaderías se agota el pan y el asesinato de Portero ha abierto una dura controversia sobre la seguridad de las personalidades. Las razones dadas por el delegado del Gobierno, José Torres Hurtado, para justificar la indefensión del fiscal jefe ni siquiera son insuficientes: son torpes.
Yo he educado mi razonamiento leyendo, entre otros, a Chesterton, y siempre que trato de buscar una convicción le doy la vuelta y la someto a la prueba de la paradoja. Así pensé qué ocurriría si los terroristas decidieran que sus víctimas no fueran los políticos, los magistrados o los miembros de las fuerzas de seguridad, y se dedicaran a liquidar sólo a los integrantes de las escoltas. Es una idea absurda, pero supogamos por un momento esta hipótesis macabra. ¿Qué ocurriría? ¿Desaparecían las escoltas a causa del riesgo? Quizá se creara un cuerpo de guardaspaldas de escoltas, o los políticos o los fiscales tuvieran que ir armados para defender su integridad y la de quienes velan por la suya.
En realidad el terrorismo es tan ciego, y la razón que ampara la selección de las víctimas tan incomprensible, que cualquier especulación revela una lóbrega reducción al absurdo. Caen quienes llevan escolta, los que no la tienen o prescinden de ella, caen los escoltas, los chóferes y los pasajeros del autobús que circulaba casualmente en el momento de la explosión.
Las polémicas sobre la seguridad corren el peligro de tapar, en circunstancias como éstas, la incapacidad para prevenir los ataques y en cierto modo disculpan a los asesinos: mató porque no tenía escolta, se dice. En realidad se mata principalmente porque hay asesinos.
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