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Anguita

A Juan EscribanoQuerido Juan: sé que ésta no es la manera más ortodoxa de darte noticias después de dos o tres años de silencio, pero el olvido, que siempre es más poderoso que la memoria, cede a veces y nos permite entrever rendijas, fragmentos, agujeros minúsculos por los que, como mirillas, podemos asomarnos a ver qué queda del pasado que contribuimos a construir. Me acordé de ti, de la residencia de estudiantes, de nuestros paseos por París, oyendo a Julio Anguita en un programa de televisión despedirse de la vida política. Alguna vez, muchas veces, hablamos de Anguita en las caminatas que nos llevaban del Marais al Sena y vuelta, porque, con todas sus salvedades y defectos, que los había, él te parecía el ejemplo más acabado de ese comunismo monumental bajo el que también tú aspirabas a resguardarte. Cinco años después de la caída del muro, a algunos kilómetros del lugar en que había terminado por derrumbarse la última utopía de los hombres, tú seguías gesticulando, citando a Benedetti y Saramago, recurriendo a todo ese farragoso andamiaje marxista de los manuales para vaticinar que el comunismo aún tenía un futuro, que le pertenecía la redención de los débiles.

Éramos estudiantes de postgrado, jóvenes, alejados de la caterva geriátrica que ocupaba y ocupa las cúpulas de los principales partidos, de las diversas sucursales del mismo partido por toda Europa: y acordándome de aquello sentí una leve emoción truncada, algo como una maceta que cuando empieza a dar germen es arrastrada por una tempestad, y volví a preguntarme si comunismo y porvenir no serían dos términos antitéticos, imposibles, incapaces de combinarse como el agua y el aceite que dibuja tontas siluetas sobre su superficie.

Supongo que igual que a ti, me apena que Julio Anguita haga mutis y su imagen se borre de este circo político nuestro, que va pareciéndose más y más a una plaza de toros, quizá por los cabestros. Uno tiene la impresión de que con él se marchará el frágil edificio que contribuyó a crear, esa entelequia de conceptos y polvo donde pretendía salvaguardar a la anémica izquierda: atrapada entre el márketing y los libros rojos, no sabemos qué será de ella, si seguirá conservando su fisonomía de dinosaurio o se diluirá como en Italia, entre un montón de siglas más o menos afines. Anguita podía ser reiterativo, mostrenco, salir disfrazado de Quijote en las fiestas de teleñecos: pero prestaba una rara solidez a sus ideas, a las de su grupo, a las de toda ese ala que en siglos pasados contribuyó a levantar utopías, revoluciones y tiranías y que, es cierto, no ha perdido ni un ápice de su vigencia.

A muchos les resultaba cómica o irritante esa prosapia de orador helénico, ese talante didáctico de delegado de curso que necesitaba explicarlo todo para que las mentes más limitadas de los demás pudiesen comprender; creo que arrastró consigo en su carrera pública su profesión de maestro, y que consideraba que el político poseía la obligación platónica de ser preceptor de los ignorantes, que los hay muchos. Sin él el comunismo, ese monstruo cariñoso que nos da miedo nombrar, está más solo y desamparado. ¿No es cierto, Juan?

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