Héroes, mártires y plagiarios
No sé si he inventado esta historia o si se trata de un caso verídico: en los años más negros de Europa, un gran poeta estaba preso en un campo de concentración, no recuerdo en cuál, si era en Auschwitz o en Dachau, en Sachsenhausen o, unos años después, en Siberia, pero sí que se trataba de un poeta, no de un narrador, no era Primo Levi, ni Bruno Schulz, ni tampoco Solzhenitsin; y, a pesar de las condiciones inhumanas en las que vivía, a pesar del horror, las torturas, el hambre, el frío y el sufrimiento, el poeta no quería dejar de escribir, necesitaba contar lo que pasaba, dejar un testimonio. De forma que imaginó un sistema que burlase la censura de sus verdugos y que, llegado el caso, salvara su obra del paso del tiempo: escribía sus poemas en la oscuridad, los metía en botellas y enterraba las botellas en el suelo del campo de exterminio. Incluso creo recordar, aunque de eso ya no estoy tan seguro, que el poeta sobrevivió al holocausto y que, tras la liberación, volvió a su espantosa cárcel para desenterrar sus versos. ¿Es eso verdad? Y, si lo es, ¿encontraría los poemas o aún están allí, bajo la arena macabra de aquel infierno? ¿Quién era ese poeta? He comprobado que no se trata de alguno de los mártires clásicos, de Osip Mandelstam o de Paul Celan, ni tampoco de alguno de los españoles que, tras la guerra civil, estuvieron, aunque fuera por poco tiempo, en campos de refugiados en Francia, como Manuel Altolaguirre. He llamado a dos docenas de amigos y a tres o cuatro especialistas en el tema, pero ninguno conoce esa historia que creo haber leído hace tiempo en algún artículo o prólogo o ensayo, de manera que ya no sé si es real o si es inventada. Aunque, en cualquier caso, tampoco importa mucho.Si el episodio conmovedor y trágico de ese poeta no ocurrió, sí que hubo otros, iguales y peores. El caso de Osip Mandelstam, uno de los grandes poetas de este siglo gracias a obras como Tristia y Los cuadernos de Voronezh, es uno de los mayores ejemplos de este tipo de barbarie. Su drama empezó el día que tuvo la ocurrencia de escribir unos versos en los que criticaba a Stalin y que, de boca en boca, llegaron a oídos del dictador. La mañana en que lo arrestaron, el 13 de mayo de 1934, su mujer llamó a otra poeta extraordinaria, su amiga Anna Ajmátova, quien, en aquellos tiempos lúgubres, para pagarse el billete de ida y vuelta desde Leningrado a Moscú, tuvo que empeñar una vieja condecoración y venderle a la Unión de Escritores un busto que le había hecho el escultor Danko. La casa de Mandelstam estaba llena de policías y el registro duró toda la noche. De vez en cuando, al encontrar en el baúl donde el escritor guardaba sus manuscritos algún poema sospechoso, se lo enseñaban a Mandelstam y éste asentía, en silencio. A las siete de la mañana se lo llevaron detenido.
Ajmátova y Boris Pasternak intercedieron por él y el autor de Doctor Zhivago recibió, a los pocos días, una llamada del propio Stalin: "¿Pero, acaso es Mandelstam su amigo?", le interrogó. Pasternak se quedó callado y el criminal volvió a la carga: "¿Es acaso un gran escritor, un maestro?". Pasternak pensó que Stalin quería sonsacarle, averiguar si conocía el poema de Mandelstam contra él, y respondió: "Bueno, eso ahora no importa". Stalin colgó después de decirle que llevaba tiempo pensando en hablar con él. "Hablar, ¿sobre qué?", pudo aún decir Pasternak. "Sobre la vida y la muerte".
Osip Mandelstam fue desterrado tres años a los Urales, su salud mental quedó dañada tras los terribles interrogatorios sufridos e intentó suicidarse en dos ocasiones, una cortándose las venas y otra arrojándose por una ventana. Luego lo trasladaron a Voronezh, en la frontera con Ucrania, y allí, al final de su cautiverio, recibió un encargo humillante: escribir una oda a Stalin. Lo hizo, y su recompensa fue otra nueva detención por la misma causa que le había costado la primera: sus actividades contrarrevolucionarias. Lo condenaron a otros cinco años de trabajos forzados en Siberia, murió en un campo de concentración de Vladivostok y fue enterrado en una fosa común.
En medio de ese espanto, Mandelstam no sólo no dejó de escribir, sino que compuso su obra maestra, los Cuadernos de Voronezh, que ha llegado hasta nosotros por el cuidado de su esposa, Nadiezhda Mandesltam, y también por su buena memoria: muchos poemas existen porque ella se los aprendía y los copiaba; otros, porque los escondió de sus enemigos y luchó por ellos contra viento y marea. Hay muchos casos parecidos, en mayor o menor medida, al de Osip Mandelstam: el del poeta turco Nâzim Hikmet, que escribió gran parte de su obra en las terroríficas prisiones de Ankara, Bursa y Çankïrï; o el de Oscar Wilde, que compuso su Balada de la cárcel de Reading en la celda donde le había metido la sociedad hipócrita e intolerante de la Inglaterra de 1895; o el del autor húngaro Miklós Radnóti, cautivo en un campo de trabajo de Yugoslavia, obligado por los alemanes, tras un largo suplicio, a cavar su propia tumba antes de dispararle un tiro en la nuca y al cual, cuando fueron a desenterrarle tras el fin de la guerra, se le encontraron los bolsillos llenos de poemas bellos y estremecedores sobre aquel calvario; o el del español Miguel Hernández, capaz de escribir y de poner a salvo, con su último aliento y mientras la tisis lo devoraba lentamente en las cárceles inconmovibles de Francisco Franco, algunos de sus poemas más estremecedores. Qué increíble resulta la fuerza de estos mártires, su fe en la literatura, su valor para escribir a pesar de todo, debajo de todo, desde más allá de sus propias vidas.
Por paradójico que resulte, los escritores más parecidos a quienes luchan por sus obras son quienes luchan contra ellas, los que tienen el valor de destruirlas. En principio, parece que lo contrario de la tenacidad de Malcolm Lowry, que tuvo el coraje de reescribir íntegramente Bajo el volcán cada vez que perdía el manuscrito durante una de sus borracheras, es el deseo de Franz Kafka de que todos sus originales fueran quemados. Pero, si lo miramos con detenimiento, ¿es lo contrario o, en cierta manera, es lo mismo? Al fin y al cabo, el convencimiento de Lowry de que era un gran escritor y el convencimiento de Kafka de que era un fracasado no dejan de ser nuevas versiones de ese respeto y esa entrega total a la literatura de la que dieron muestras incontestables los mártires de los que antes hablábamos. El último premio Nobel, el autor chino Gao Xingjian, ha contado la angustia que sintió cuando se vio obligado a destruir cientos de páginas inéditas para salvarse de la represión, cuando tuvo que arrojar a las llamas prosas, poemas, obras de teatro... Podemos imaginar su desesperación, porque una cosa es perder un manuscrito, co-
mo Malcolm Lowry o como José Asunción Silva, que vio desaparecer casi todos los suyos en un naufragio, y otra mucho más dolorosa debe de ser prenderles fuego. Sin embargo, Kafka quiso quemar sus obras. ¿Cómo es posible que pretendiera destruir su trabajo el que es, quizá, el más influyente y original de los prosistas contemporáneos? A él le parecían libros fallidos, dardos clavados fuera de la diana, y hay que admirar la honestidad, equivocada o no, de alguien que puede, primero, escribir El proceso y La condena, y después considerarlos indeseables, indignos de ser publicados.
De cualquier forma, la feroz exigencia de Kafka no es habitual, pero tampoco es única: mientras acababa sus obras esenciales enclaustrado durante veinte años ininterrumpidos en su casa de Praga, mientras iba componiendo Dolor, Abismo de abismo o Una noche con Hamlet, el poeta Vladimir Holan también escribió cinco novelas, pero las quemó todas. Ingeborg Bachmann y Marina Tsvietáieva hicieron desaparecer parte de sus obras inéditas. Y el mismísimo Vladimir Nabokov cuenta que estuvo a punto de destruir Lolita, harto de las dificultades que le planteaba su escritura, y que sólo la intervención de su mujer pudo evitarlo en el último instante, cuando él ya preparaba la pira funeraria en el jardín.
Hemos hablado de héroes -pues hay algo heroico en la actitud de esos autores inflexibles, esa gente que quiere salvarnos de algo que no consideran bueno y, en cierto sentido, llega a inmolarse por nosotros-, y de mártires, y por lo tanto hemos ido hasta un extremo de la cuerda de la literatura, porque quizá ésa sea la mejor forma de poner en su sitio el extremo contrario. Últimamente se habla mucho de un plagio descubierto en un best-seller de una no-novelista -creo que, si en su momento, Truman Capote y Norman Mailer inventaron la no-ficción, ya es hora de que le demos la vuelta al asunto e inventemos los no-escritores: no-poetas, no-novelistas, no-dramaturgos-. Si el polo norte de nuestra historia lo forman Mandelstam, Kafka y sus secuaces, el polo austral está representado por este tipo de corrupción vergonzosa y completa de la literatura, un oficio que consiste en la creación de algo nuevo, necesario, original, distinto. La historia de los plagios es tan antigua como la historia de la literatura, por la misma razón que la existencia de los bancos es tan antigua como la existencia de los atracadores. Sin ir más lejos, una de las obras que citábamos antes, La balada de la cárcel de Reading, de Oscar Wilde, fue plagiada por César González Ruano en La balada de Cherche Midi. Y ahora mismo, más de un no-novelista y no-poeta están publicando refritos, dando gatos por liebres y vendiendo material de segunda mano como si fuese de estreno. Parece raro que nadie lo diga. Es raro que Los cuadernos de Voronezh, Lolita y un plagio bochornoso puedan caber juntos dentro de la palabra literatura. Es raro que a alguna gente le haga gracia y otros lo disculpen o lo justifiquen. O quizá es que aquí, como en todas partes, ya no importa nada más que el dinero, y, sin duda, algunos de esos plagios y estafas son un buen negocio. Hay demasiada gente que no le pide a los libros nada más que eso.
Benjamín Prado es escritor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.