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Tribuna
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¿Y no sería mejor limitar por ley el gasto?

El autor apoya el déficit cero, pero echa de menos un mandato legal para que los pagos de las administraciones públicas no sobrepasen un determinado porcentaje del PIB.

El Gobierno va a enviar a las Cortes un proyecto de Ley de Estabilidad Presupuestaria con el propósito de que todas las administraciones públicas estén obligadas por ley a liquidar sin déficit sus respectivos presupuestos. Es una buena noticia y denota el progreso que ha experimentado la idea de que el déficit público es malo. Hubo un tiempo en el que los socialistas, y también otros que no lo eran, proclamaban la bondad del déficit para favorecer el crecimiento de la economía y para cubrir un gasto social que se suponía beneficiaba a la población. Poco a poco ha ganado terreno la opinión contraria y hoy prácticamente todos, políticos y economistas, piensan que para un crecimiento equilibrado y duradero hay que evitar el déficit, fuente del creciente endeudamiento público y germen de la inflación.La ley será una buena cosa, porque, mientras no se derogue, obligará a los gobernantes, sean del partido que sean, a equilibrar los presupuestos. Y esto será beneficioso porque, perdida la soberanía monetaria, el equilibrio presupuestario es casi el único instrumento que nos queda para que España vaya aumentando su nivel de convergencia real con los países de la Unión Monetaria. Siempre, naturalmente, que para lograr el equilibrio no se recurra a los artificios contables que, en el pasado, han desvirtuado la clara rendición de cuentas a que el Gobierno está obligado.

Logrado el déficit cero, no son pocos los que piensan que hay que avanzar en la misma dirección y liquidar los presupuestos con superávit. A este respecto, me parece necesario advertir de que el superávit no es un objetivo, en sí mismo, deseable, porque su aparición, por lo general, demuestra que se han obtenido más ingresos de los necesarios. Y como sea que la práctica totalidad de los ingresos de las administraciones públicas procede de la exacción de impuestos, cotizaciones y tasas que gravan la economía privada, cobrar más impuestos de los necesarios es malo, porque todo impuesto excesivo es injusto, ya que priva a los ciudadanos de una parte de su renta, impidiéndoles la realización de lo que proyectaran hacer con ella.

Recientemente hemos visto que, cuando algunos países han logrado superávit, los partidos discuten en qué gastarlo para agradar a sus votantes. En el caso, que es actualmente el nuestro, en que existe un fuerte endeudamiento, es evidente que el superávit sólo debe destinarse a reducir la deuda para reparar el daño que hicieron los déficit anteriores. Salvado este supuesto, que desgraciadamente nos acompañará no pocos años, cuando aparece superávit, lo que hay que hacer no es ver en qué puede gastarse, sino reducir impuestos.

No hay que olvidar que el déficit puede reducirse y finalmente anularse por dos caminos: disminuyendo el gasto o aumentando los ingresos. Para mí está claro que el primer camino es el bueno. En efecto, si se parte del propósito de equilibrar el presupuesto, reducir el gasto supone poder reducir los impuestos, lo cual tiene enormes ventajas tanto para la mejora del nivel de renta de los ciudadanos como para el fomento de la creatividad empresarial, como para la atracción de inversiones extranjeras.

Por ello, pienso que un paso más en el ajuste del papel del Estado en la economía sería la aprobación de una ley que, en vez de fijar la obligatoriedad del equilibrio presupuestario, limitara a un determinado porcentaje del PIB el gasto, incluido el necesario para la reducción de la deuda hasta su extinción. Este seguimiento de la deuda es importante, porque la evolución de la deuda es el detector de la verdad del déficit declarado: el aumento anual de la deuda, en términos absolutos, refleja el verdadero déficit habido, de la misma forma que su reducción denota un superávit. Por otra parte, la ley debería establecer la prohibición de recaudar impuestos por encima de los necesarios para cubrir el gasto acotado de la forma dicha.

La pregunta que, sin duda, se me hará es cuál debe ser el límite del gasto que, una vez fijado el porcentaje, sólo podría aumentar en la misma proporción que el PIB. Yo tengo una idea de cuál debe ser el peso del gasto público en la economía del país para que la iniciativa privada pueda desarrollarse. Y mi idea se ancla en lo que sucede en EEUU, que, con un gasto público, en el presente año, igual al 29,5% del PIB, logra en forma satisfactoria, los objetivos dichos. Y, para que no se me acuse de fervor americanista, añadiré el caso de Irlanda que, con un gasto del 26,4%, está viendo crecer su PIB a un ritmo cercano al 10% anual.

En España, según datos de la Secretaría de Estado de Presupuestos, el gasto de las administraciones públicas, en términos de contabilidad nacional, en 1999 representó el 41,1% del PIB. Este porcentaje, comparado con el 45,4% de 1995 y el 50% que casi se alcanzó en 1993, supone una gran mejora, lo que me permite afirmar que la deseable reducción del gasto público, que la ley por la que abogo podría establecer en forma escalonada hasta llegar al nivel del 30%, si bien no es tarea de un día, es un objetivo posible, aunque no me extrañaría que muchos, en méritos al socorrido "políticamente correcto", lo consideren inalcanzable.

Las dos afirmaciones anteriores se basan en un somero análisis del Presupuesto para 2001. No me detendré en alabar sus méritos, pero sí insistiré en que el equilibrio se logra gracias al fuerte, y no sé si demasiado optimista, crecimiento de los ingresos, y no por una clara contención del gasto, tanto el de inversión como el llamado social, donde se aprecian crecimientos nada justificables en la presente fase de la economía. Que no haya voluntad política de atacar decididamente el gasto no quiere decir que no se pueda hacer. Se puede hacer en inversión, porque hay suficiente capacidad y deseo de la iniciativa privada para desarrollar las infraestructuras y las innovaciones tecnológicas. Y se puede hacer en pensiones, empleo, educación y sanidad, incluida la farmacia, pasando a un sistema de pensiones privado y de capitalización; abandonando los sistemas de protección del empleo y el desempleo, que en realidad desincentivan la creación de puestos de trabajo y fomentan el paro subvencionado; privatizando todo lo que todavía pende del Estado; dejando de financiar los centros educativos y sanitarios para financiar a los usuarios mediante cheques escolares y sanitarios progresivos, es decir, calculados según el nivel de renta, y un montón de cosas más del mismo cariz.

Todo esto es posible porque, descargado el gasto y reducidos, paralelamente, los impuestos, aumenta la capacidad de los ciudadanos para atender las necesidades hoy socializadas. Por otra parte, tanto los gestores de fondos de pensiones como los centros educativos y sanitarios, dejados a la competencia, mejoran la relación calidad-coste y sus prestaciones resultan económicamente más accesibles. En el bien entendido que esta reducción del gasto, basada en la racionalización del Estado de bienestar, habría de ser de la suficiente entidad para permitir el aumento del gasto para atender las relaciones con el exterior, la defensa del territorio, el orden público y la administración de la justicia que, siendo las funciones propias del Estado, actualmente consumen menos del 7% del gasto, y así funcionan de mal, mientras que el resto es absorbido, con no mayor éxito, por aquello en lo que el papel del Estado debe ser subsidiario.

En resumen: está bien huir del déficit pero, en la actual situación, habría que mejorar la célebre invocación de Echegaray al "santo temor al déficit", intentando implantar entre la clase política "el santo temor al gasto".

Rafael Termes es profesor del IESE. Universidad de Navarra.

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